Albergues para longevos

La sociedad que margina a sus decanos se aniquila a sí misma, pues renuncia a su reminiscencia y a su sabiduría.

Están en la plenitud de su existencia y sólo logran contemplar el ahora, una franqueza que los segrega por llevar durando casi un siglo de supervivencia, por escoltar marcada en sus semblantes las taras de la ancianidad. Pero la tragedia no se finiquita aquí, las cifras de longevos que fenecen desamparados en sus hogares y cuyos cuerpos son recuperados cuando la fetidez inunda los patios, también continua aumentando.   El incesante malogro de las virtudes, entre las que la deferencia a los viejos ha ocupado, durante lapsos, un lugar egregio en todo tipo de civilizaciones, ha convergido en la separación drástica de nuestros añosos padres, cuando no del zarandeo. Cerca de 300.000 abuelos soportan violencias, en sus recintos hogareños.   El estudio sobre el estado de la “Tercera Edad en España” causa una insondable congoja. En tres años, la ofensa hacia los ochentones ha subido un 82 por ciento. Atropellos corporales, morales, libidinosos y estragos económicos. En más de la mitad de las ocasiones, los propios descendientes, son los maltratadores.   La población española se avejenta a marchas azuzadas. Los actuales seis millones de longevos se habrán multiplicado en pocos años, empeorando una incertidumbre que no se soluciona aumentando la cuota de albergues.   La sociedad que margina a sus decanos se aniquila a sí misma, pues renuncia a su reminiscencia y a su sabiduría.    “Álzate ante una cabeza blanca y honra la persona del anciano. En los ancianos está el saber, y en la longevidad, la sensatez”, se lee en el Antiguo Testamento.

 

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