Juicio del 11-M: Fe, fanatismo, ego y presunción de inocencia

La verdad que abraza la fe, soporta el fanatismo y atiende las veleidades del ego, no puede ser sino tan miserable como embustera. La verdad debe contener la dosis exacta de incertidumbre para que no se constituya en dogma, sino en lo que es aún en lo brutal de su esencia y conciencia un mero acto del quehacer humano.

Se dice que la fe mueve montañas, que el fanatismo, además, las destruye, y que el olímpico ego, en esa misma disposición, las ignora. A fuerza de fe, fanatismo y ego pretendemos hoy que un tribunal de justicia condene a unos ciudadanos, que no son montaña, a miles de años de cárcel. Podremos pues de la mano de estos tres pésimos argumentos: moverlos, destruirlos, acaso, ignorarlos, pero no sin estrechar en vez de ensanchar tal como se debiera, los lazos que nos atan a su criminal voluntad.

Lo cierto es que del juicio del 11-M no esperamos justicia sino razón. Es decir, que la sentencia coincida milimétricamente, o de al menos aseada cobertura a las tesis que hemos venido sosteniendo, durante todos estos años, con un único objetivo, el de dar o quitar razón al PSOE o al PP, en ese macabro juega suyo de si ETA o si Al-Qaeda. Dos siglas oportunistas, dos voluntades sangrientas, doscientos muertos, un millar de heridos y millones de hinchas enloquecidos danzando entorno a la hoguera de una razón, la nuestra, que aplaque esa maldición que cuando no se llama fe o fanatismo, se llama ego. Ese fue el trágico balance del crimen, y eso es lo que somos a la hora de exigir justicia.

Si la fe, el fanatismo o el ego rompen el principio de presunción de inocencia, habremos obtenido razón: ilegítima razón, depravada razón. Si por el contrario lo rompe: la mentira, el papanatismo, el oportunismo o la añagaza, habremos obtenido tres cuartos de lo mismo. El principio de presunción de inocencia es una de las verdades esenciales de laicismo y la fraternidad con las que el hombre saluda al hombre, y se compromete con él en el acto supremo de la existencia, merece pues fundamentos de mayor solvencia científica y también de sentido común.

La verdad que abraza la fe, soporta el fanatismo y atiende las veleidades del ego, no puede ser sino tan miserable como embustera. La verdad debe contener la dosis exacta de incertidumbre para que no se constituya en dogma, sino en lo que es aún en lo brutal de su esencia y conciencia un mero acto del quehacer humano.

Por el contrario la naturaleza del principio de presunción de inocencia ha de mostrarse inalcanzable al comercio de las voluntades, firme ante las fuerzas que tratan de violentarlo, y sano hasta más allá de donde ordenan los más bajos instintos de venganza. El preservarlo en la órbita de estas virtudes resulta vital para la supervivencia de nuestro sistema social y de convivencia.

Los hoy procesados merecen gozar de esa presunción, y las víctimas que somos todos aún con mayor motivo porque que no podemos unir al dolor de la injusta perdida de nuestros seres queridos la afrenta de convertirlos y convertirnos en cómplices de una injusticia.

Entiendo que tenemos instituciones dotadas de los conocimientos y de los instrumentos legales, científicos y técnicos suficientes para demostrar su culpabilidad, si así es: exijámosle que lo hagan. Y si no existen, no han sabido o no han podido cumplir con el mandato social, superemos de una vez el vértigo de sabernos indefensos, y enjuiciémoslas a ellas, para cambiar lo que haya que cambiar y corregir lo que demande ser corregido. En aras de preservar el primer e inamovible principio de seguridad, el de la presunción de inocencia.

 

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