Una unidad indestructible

Durante los debates constituyentes que alumbraron la norma básica del ordenamiento jurídico español se introdujo un elemento cargado de confusión a la hora de configurar la estructura territorial del Estado, cual era establecer cierta paridad terminológica entre “nacionalidades” y “regiones”, con lo que surgía una más que segura carga de conflictos fraguados al calor de aquella definición tan ambigua. Aún eran escasos los herrumbrosos proyectos soberanistas que se fraguaban en el País Vasco y Cataluña, pero ya era visible el provocador federalismo —fuese o no asimétrico— instalado en el discurso de la izquierda hacia la implantación de una republica federativa (nunca se atrevieron a describir como soviética) a la que se aplicaron —y aplican— con desmedido fervor todos los portaestandartes de la llamada “izquierda plural”: desde Julio Anguita y Gaspar Llamazares hasta Pablo Iglesias o Alberto Garzón. Sin olvidar otras deconstrucciones igualmente perniciosas como la equidistancia “plurimorfa y discutible” de Rodríguez Zapatero, o la invención cursi-deplorable de “nación de naciones”, ahora redescubierta por Sánchez Pérez-Castejón.

¿Qué ha pasado para que, cuando se cumplen cuatro décadas de las primeras elecciones democráticas, se haya instalado entre nosotros tan sorprendente desgarro interpretativo sobre la identidad nacional? No estará de más recordar que fue empeño decidido del Partido Comunista la inclusión del término “nacionalidades” en el texto de la CE; acaso porque la redefinición euro-comunista promovida por Santiago Carrillo, que había aceptado sin demasiados remilgos la bandera bicolor y el retorno de la monarquía, le impedía digerir con idéntico entusiasmo el mucho más riguroso “compromiso histórico” de la unidad española. Una unidad territorial algo anterior a la operada en Francia o Gran Bretaña sobre el mosaico de feudos, particularismos y asimetrías estamentales del Medievo, pero bastante más sólida que la efectuada en Alemania o Italia en los albores del Estado-Nación y tan vinculante en el sentimiento colectivo como pudiera serlo el reconocimiento de su variedad constitutiva cinco veces centenaria.

¿Qué ha pasado para que la izquierda española, tan celosa en la proclamación desaforada del “internacionalismo proletario”, haya sucumbido en el ara particularista de las burguesías periféricas para sostener los privilegios estamentales que acompañan siempre a la concepción voluntariosa del derecho a decidir, por encima de los intereses concretos de ciudadanos y trabajadores de cualquier clase? Puede entenderse que, para aquel comunismo en declive, la fuerza de los dogmas ancestrales no era cuestión baladí que pudiera perderse en la vorágine del cambio, cuando la fuerza indeleble de la Constitución soviética imponía su sentido programático para incluir el concepto de nacionalidades como modelo de lucha de los pueblos oprimidos contra el imperialismo. Modelo que, obviamente, no afectaba a los que hubiesen accedido a través de la imposición armada en las llamadas “democrácias populares” para las que era de aplicación la frase atribuida a Josip Broz (Tito) cuando quiso fijar el modelo institucional de la federación balcánica: “Yugoeslavia tiene seis repúblicas, cinco naciones, cuatro lenguas, tres religiones y dos alfabetos; pero sólo tiene un partido: el comunista”. 

Era algo que, evidentemente, no podía ser administrado facilmente por las formaciones de nuestra “vanguardia obrera”, cuyas señas identitarias —“clase contra clase”— las obligaban a proyectar equilibrios circenses en la transmisión del mensaje. De ahí que resulte incomprensible su aceptación de las posiciones nacionalistas vascas o catalanas, salvo por el recuerdo de una trayectoria compartida en la oposición a la dictadura franquista, cuando diseñaron la perifrástica locución de “a nivel de Estado” para designar lo que con mayor precisión histórica, política, económica y gramatical se llama España; hoy parte esencial de la Unión Europea donde ya no caben segregaciones extemporáneas ni particularismos irreflexivos. A los ejemplos del “brexit” inglés o el marasmo integrista de Polonia se podrían añadir las distintas fórmulas continentales —sean Baviera o Padania— que impiden el derecho de secesión, no solo por aplicación de la norma fundamental interna, sino por la misma concepción supranacional que iniciaron los tratados de Roma (1947).

Por descontado que cabe un entendimiento federal de la “nación española” como valdría un entendimiento centralista del Estado español, sin que por ello peligre la vinculación indisoluble del proceso, a todas luces irreversible. No resultará intempestivo, por ello, traer a colación las palabras pronunciadas ante las Cortes de la II Republica por Claudio Sánchez Albornoz —nada sospechoso de veleidades franquistas o monárquicas—, con ocasión de discutirse el articulado sobre el uso oficial de los idiomas dentro del debate estatutario de Cataluña: “...La unidad española —precisó el 20 de octubre de 1931— radica en algo sustantivo. Pese a algunos amigos catalanes que se sientan enfrente, hay una unidad geográfica, racial, cultural, de temperamento y de destino, que nos ata a perpetuidad. Pese a las pesadillas de los cerebros torturados de uno y otro bando, no corre peligro la unidad española: primero, porque sólo desean la ruptura de la unidad una docena de insensatos que llaman ya traidores a las gentes que se sientan en esos bancos (minoría catalana) y que defienden la libertad de las regiones; después, porque si algún día la pasión cegara de tal manera las mentes de todos cuantos integran una cualquiera de las regiones españolas que les llevara a un suicidio colectivo, a pensar en una separación de España, las otras regiones no lo consentirían. Y, por último, porque si España tendiera puente de plata a la región hostil que no se comportara fraternalmente con otras (todos lo sabéis), la región que atravesara el Rubicón de la ruptura, antes de medio siglo, o tendría que pedir sin condiciones su reingreso en la comunidad española, o sería un montón de harapos y de ruinas...”.

 

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