Navidad en sepia

Y llueve cada año, en estos días de oro y grandes ojos brillantes, con la fuerza de un ejército de recuerdos. Pasan, se sientan a la mesa, y comparten plato y mantel. Las ausencias. Las presencias. No estamos todos ya, porque algunos han volado al Cielo. Pero está el mismo Niño presidiendo la mesa, desde el Belén, y las luces del árbol siguen reflejándose en la vajilla de fiesta, explotando en un prisma de colores que templa la bruma del hogar. Entre las risas y las historias de familia que tantas veces hemos oído, como tantas veces contaremos mañana.

Crepitan la piñas entre las brasas de madera. El fuego de la chimenea tiñe de rojo el salón. Los fantasmas de la niñez se esconden en cada trozo de cinta adhesiva envejecido en la pared, en las grietas de cada figurita del Misterio, reparadas sin solución cada año con pegamento caducado. Huele a almendra tostada, a sopa de pescado, y se empaña la galería. Al otro lado, el abismo de diciembre, oscuro y blanco, con la enorme sonrisa de sus noches. Como cuevas. Gélidas y acogedoras. Como poemas imposibles de Navidad. Los abrigos largos, oscuros. Los rostros pálidos y radiantes. La belleza de la juventud helada en todas las chicas. La elegancia de los hombres, por una noche caballeros de paraguas negro y andar resuelto. Y mi nariz allí, probable, en el cristal, y el cerco empañado de la respiración suave de la memoria. Terca e imprevisible. Caprichosa. Mi nariz así, supongo, pegada a la galería de hielo que da paso a los mismos tejados de siempre. El ladrillo y las tejas rotas siguen ahí abajo. Como ayer, como hace treinta años ya.

Suena el timbre y bailan los pares de besos. Los abrazos. Los brindis. Las burbujas de cava. Las ojeras tras el maquillaje y la purpurina, que se desprende de las mismas bolas de Navidad que desembalamos en el primer árbol artificial, cuado se desquebrajaba nuestra inocencia por el despeñadero de la década de los 90. Todo ha cambiado tanto que todo sigue igual. Como en el pasaje del Evangelio que dibuja a San José y a la Virgen embarazada, golpeando puerta a puerta, recorriendo las posadas de un Belén abarrotado y urgente, buscando un remanso de paz donde dar a luz al Niño Dios, en esa inmensa lección de humildad que no cabe en nuestra diminuta razón. Nuestras ciudades de hoy, como aquel Belén de hace tantos siglos, bullen por Nochebuena.

Después, la cena, el vino blanco, y las horas borrosas. Imprecisas. Y en la calle, sigue estremeciendo el frío de diciembre en los días del triduo de Navidad. En el cielo de Belén, que es el de toda la tierra, brilla la eterna noticia. Sobre el rojo y verde, el blanco y negro. La vida en sepia. Sobre el reverso de cada foto, la tinta corrida del año que inmortaliza. Y el tiempo, que titila entre dos siglos, como queriendo volver a volver. Como un amor que ha decidido dudar de sus dudas, por querer amar de verdad. De una vez.

Nochebuena. Navidad. Y otro año que se esfuma ante nuestros ojos. Impotentes, expectantes, asistimos. Aquí, como en todos los rincones del mundo, resbala una lágrima de nostalgia. Y una alegre tristeza. Una añoranza de paz, que invade el alma, con o sin papel de regalo por el suelo de salón. Al fin, no todos los turrones son tan dulces, ni todo el pan duro resulta tan molesto, en estos días extraños, esbeltos, abiertos. Nada de lo que ven nuestros ojos nos da la paz, aunque todo contribuya a su manera a simbolizar la esencia, lo que a veces olvidamos: el Nacimiento de Dios.

Sí. El Niño Dios. El Niño Dios. El Niños Dios. El que nos enseñaron de pequeños. El que aprendimos, cantamos, vimos, celebramos, y conocimos entre las paredes pintadas del aula de dibujo, mientras modelábamos nuestra primera estrella navideña de cartón y papel de plata. Y el que, pese a nuestras infinitas miserias, nos acompaña en la soledad de cada noche, entre la penumbra, también cuando la Navidad se desvanece y el sol calienta la arena de la playa. Y en la primavera. Y en la adolescencia. Y al borde de la muerte. Y en el llanto desconsolado del desamor, y en las sonrisas ruidosas del ron con Coca Cola. Y en el trabajo. Y en casa. Y en aquel hospital. Y en esa boda. Y en la despedida. Y en el abrazo al buen amigo. Y en el perdón. Y en aquel beso enamorado. Siempre. Siempre. El Niño que nació en Belén. El que conocimos, tal vez por nuestros padres, antes de creernos pequeños dioses, cuando el mal, el odio, y el pecado del mundo aún arañaban de verdad nuestro delicado corazón, haciendo brotar la sangre de la conciencia. Él. Sigue esperándonos cada Navidad en su pequeño pesebre de paja, invitándonos a volver a empezar.

 
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