Un informe mundial sobre “offshoring”, paraísos fiscales y corrupción

Un consorcio internacional de periodistas de investigación –esta vez, salvo error por mi parte, sin participación española‑ ha averiguado la amplitud de la evasión fiscal en el mundo. La información comenzó a publicarse el pasado jueves 5 de abril, una fecha elegida en su día por los responsables del trabajo. Le Monde explica que se fijó sin prever que coincidiría con graves descubrimientos que afectan negativamente al entorno del presidente François Hollande. Porque el objetivo de fondo es reclamar el cierre de los paraísos fiscales, de los que se benefician decenas de miles de personas con recursos, dentro de la relativa tolerancia de la clase política.

Hace cinco años, el descubrimiento de importantes fraudes fiscales en Alemania conmocionó a la opinión pública germana. Nadie se esperaba un escándalo de ese tipo, más propio del orbe latino y de tantos países del Tercer Mundo, destapado desde Liechtenstein por un confidente anónimo, no precisamente desinteresado.

Como se escribió entonces –y puede suceder ahora‑, esas situaciones sirven para consolidar el miedo al fraude, pues cada vez será más difícil encubrirlo. A la vez, alerta ante los efectos perversos de normas que gravan excesivamente el patrimonio y, sobre todo, las inversiones: son, sin proponérselo, una invitación a la ingeniería financiera y al fraude, que tendrían lógicamente más dificultades sin el amparo de los paraísos fiscales.

La crisis económica global podría impulsar lo que no logró la guerra contra el terrorismo: dinamitar esos paraísos. El problema de fondo ‑explicaba en 2009 el entonces director del FMI Dominique Strauss-Kahn‑, es que muchos Estados no comparten esa posibilidad, pues la necesitan como válvula de escape. Pero, según predecía entonces un predecesor suyo, Michel Camdessus, a falta de transparencia, se acaban imponiendo los pícaros.

Como se comprobó en el intento de asfixiar internacionalmente a bandas terroristas, no resulta fácil concordar políticas, pues los paraísos son muy distintos: apenas coinciden en no grabar a los capitales y en practicar la opacidad informativa. No es lo mismo Suiza –o las offshore domiciliadas en Dublín‑ que Jersey. Pero un mayor compromiso ético y jurídico se impone. La clave está en la transparencia, que debería alcanzar también a trusts y fundaciones.

Pilotados en parte por Estados Unidos y su ley "Fatca" de 2010, cinco Estados de Europa –Alemania, Francia, España, Gran Bretaña e Italia; probablemente también Suiza‑ se pusieron de acuerdo para establecer mecanismos automáticos de información sobre los movimientos de cuentas bancarias en el extranjero. Según una estimación de la asociación Tax Justice Network, existían al menos 21 billones –en el sentido castellano del término‑ de dólares de activos financieros privados no declarados: el equivalente de la suma de las economías americana y japonesa.

De las últimas revelaciones resulta que 130.000 personas tienen invertidos en paraísos fiscales unos 25.000 millones de euros. La situación dista de haber sido encauzada: entre los protagonistas de ese tipo de operación financiera aparecen –junto a los sospechosos habituales: oligarcas, traficantes de armas, dictadores, estafadores financieros‑ políticos o empresarios de especial relevancia en sus países (sea Grecia o Francia). Se comprende, como escribía Die Presse el 5 de abril, que "la llamada a la transparencia no suscite un interés desmesurado".

Una vez más se confirma que ha dejado de ser creíble el principio, tantas veces invocado en el marco liberal, de que los vicios privados pueden transformarse en virtudes públicas: la parábola apícola de Bernard Mandeville ha tocado fondo. En los datos desvelados bajo el nombre de Offshore Leaks, los protagonistas son muy variados: dueños de pymes, notables provincianos, ricos herederos o, incluso, personas con profesionales liberales. De hecho, la codicia de los ricos mata la solidaridad: obliga a los Estados a recortar en infraestructuras o en prestaciones sociales, en detrimento del bienestar general y de las políticas de empleo.

Pero la "prudencia" de tantos gobernantes rechaza la solución heterónoma del problema. Proclaman que mayores controles y supervisiones externas no garantizarán el correcto funcionamiento del sistema. Por su parte, un banquero anónimo declara a Le Monde el 6 de abril: "que los políticos tengan el valor de sancionar a los países que consideren opacos, y nos adaptaremos. Dejemos de pedir al mercado que realice el trabajo del gobierno. No corresponde a los bancos hacer de policía. No somos ni la gendarmería ni el ejército. Menos aún jueces de instrucción".

 

En parte tienen razón políticos y banqueros: no parece cuestión de derecho administrativo; pero sí de replantear la lógica del beneficio como gran criterio de acción, así como de incrementar las sanciones penales para los delitos económicos. Y de exigir mucho más a grandes bancos, que han supervisado el offshore para clientes que persiguen la opaca confidencialidad de sus recursos económicos.

Como se acaba de comprobar en Francia, los paraísos fiscales contribuyen de hecho a la corrupción de la vida democrática.

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