La flagrante hipocresía que habla de islamofobia en Europa

A la vez que declaraciones a favor de suprimir en Francia fiestas cristianas y sustituirlas por las de otras religiones, leo una tremenda noticia de Damasco, apenas destacada en la prensa española.

Según la información de la Agencia Fides, 36 ulemas (doctores de la ley mahometana) de Duma, uno de los grandes barrios de Damasco, han emitido una "fatwa" (decreto de obligado cumplimiento para los musulmanes) que legitima a los fieles sunitas a requisar bienes, casas y propiedades de cristianos, drusos y alauitas y, en general, miembros de las minorías "que no profesan la religión sunita del Profeta".

Recomienda además "boicotear y romper cualquier relación con los habitantes de Damasco que han traicionado a los revolucionarios o los han abandonado". Su fundamento es completamente teocrático: el pueblo sirio debe aferrarse a las tradiciones islámicas y "frecuentar regularmente la casa de Dios (las mezquitas) con el fin de salvaguardar nuestra alma y la de la sociedad".

La "fatwa" precisa el destino de las propiedades confiscadas: serán utilizadas en parte para comprar armas, y en parte para ayudar a los pobres y huérfanos, y a las familias y viudas de los mártires.

La vida resulta cada vez más difícil para las minorías religiosas sirias, los grandes olvidados de este grave conflicto, objeto de resoluciones unánimes en el marco de la Asamblea general de la ONU en Nueva York. Como expresa Fides, son "los sectores más vulnerables de la sociedad". Lógicamente, los representantes de las diversas iglesias cristianas han recibido el contenido del decreto islámico con preocupación: medidas de este tipo incitan a la violencia y resquebrajan la convivencia social en un país históricamente tolerante.

Ante las dramáticas consecuencias de la guerra, no parece justo echar más leña al fuego. El arzobispo Jean-Clément Jeanbart, metropolitano greco-católico de Aleppo, resumía con datos cuantitativos la magnitud del desastre: "En los últimos meses, sólo en Aleppo, 1400 fábricas y oficinas han sido saqueadas, destruidas o quemadas, mientras que en todo el país más de dos mil escuelas han sido devastadas o no pueden usarse, 37 hospitales junto con mil pequeñas clínicas y dispensarios han sufrido actos de vandalismo. La mayoría de los silos de grano han sido saqueados, las centrales eléctricas saboteadas, líneas de ferrocarril y carreteras bloqueadas, o en estado impracticable y peligroso a causa de las bandas armadas que aterrorizan a los viajeros que se atreven a moverse y salir de la ciudad".

Ante esa tragedia, el arzobispo evita reacciones políticas: "sólo nos queda confiar en la misericordia divina, lo único que nos puede liberar y restaurar la paz en el país". Por lo demás, sus palabras están llenas de gratitud hacia el Papa Francisco, por "sus repetidos llamamientos insistentes y oraciones por la paz en Siria". A pesar de que los medios occidentales no informaron del acontecimiento como se merecía, fue impresionante la vigilia de oración en la plaza de san Pedro, al final del 7 de septiembre, día de oración y ayuno por la paz en Siria, en Oriente Medio y en todo el mundo.

El profundo espíritu cristiano de perdón no lleva a olvidar la cruenta persecución de los fieles en tantos países, especialmente bajo gobiernos islámicos o en ambientes musulmanes. Basta pensar en el movimiento Boko Haram de Nigeria, en los miembros del grupo somalí Al-Shabab en Kenia ‑también contra iglesias‑, o en las continuas violaciones de derechos humanos básicos en Pakistán.

Ante tanta víctima de una progresiva y creciente intolerancia, que incluye la violencia terrorista, son exiguas las manifestaciones de protesta por parte de responsables mahometanos. Por eso, me parece una burla, rayana en el cinismo, la actual campaña en Europa contra una supuesta islamofobia. Más aún cuando pasan en clamoroso silencio declaraciones como la del Gran Muftí de Arabia Saudita, máxima autoridad religiosa en el reino sunita: "es necesario destruir todas las iglesias de la región". Tan radical propuesta afectaría al resto de la península arábiga, pues en el reino saudí no hay ningún templo, aunque viven entre tres y cuatro millones de cristianos, trabajadores inmigrantes.

 
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