¿Hay que acabar con todos los aforados?

Se trata de uno de los debates recurrentes en los últimos años: ¿Es excesivo el número de cargos públicos que tienen aforamiento judicial? Los casos de corrupción que salpican a políticos hace que esta polémica resurja periódicamente y plantee una pregunta: ¿Hay que acabar con estos aforados?

Los españoles son iguales ante la ley”, comienza el artículo 14 de la Constitución Española de 1978. Sin embargo, desde hace tiempo este precepto constitucional se pone en cuestión por asuntos como este de los aforamientos.

Antes UPyD e IU, ahora Podemos y Ciudadanos, y algunos dirigentes de PP y PSOE: numerosos políticos han hecho de la supresión de los aforamientos una de sus promesas estrella, dentro de las medidas que consideran necesarias para regenerar el sistema institucional español y acabar con la desafección de los ciudadanos.

Esta misma semana, el pleno del Senado votó una moción del Partido Socialista en la que se proponía suprimir el aforamiento tanto de los parlamentarios nacionales como de los de las cámaras autonómicas.

La propuesta suponía un primer intento de aprobar uno de los puntos del pacto firmado entre Pedro Sánchez y Albert Rivera, pero el PP usó su mayoría absoluta en la cámara alta para tumbar esta propuesta. Eso sí, los populares quieren crear una ponencia para estudiar cómo limitar y acotar los casos de aforamientos, que implicaría reformar la Constitución.

¿Qué supone ser aforado y quiénes lo son?

En ningún el aforamiento supone que la persona que tenga esta condición sea impune, que no sea investigada. Se trata de una situación jurídica según la cual personas que ocupan determinados cargos no pueden ser enjuiciadas por tribunales de primera instancia, sino que de sus casos deben encargarse tribunales superiores.

La Constitución de 1978 sólo estableció algunos de los aforamientos que hoy en día están en vigor. En el artículo 71.3 se lee que “en las causas contra Diputados y Senadores será competente la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”, y el 102.1 habla de que “la responsabilidad criminal del Presidente y los demás miembros del Gobierno será exigible, en su caso, ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo”.

Sin embargo, la Ley Orgánica del Poder Judicial amplió exponencialmente el número de aforados al extender esta prerrogativa a todos los jueces, jueces de paz y fiscales -que constituyen el grueso del total-, a los magistrados del Tribunal Constitucional y del de Cuentas, a los vocales del CGPJ, a los miembros del Consejo de Estado, incluso al Defensor del Pueblo y sus dos adjuntos.

La ‘puntilla’ la dieron los Estatutos de Autonomía, que aforaron a los presidentes autonómicos, los consejeros y los diputados de los parlamentos regionales, todos ante los tribunales superiores de justicia. Los últimos en entrar en este ‘club’ han sido los miembros de la familia real, como el rey consorte, los eméritos y el príncipe de Asturias.

Todos ellos sumandos tan una cifra que oscila en torno a los 17.000 -se da la cifra exacta de17.621 que dio Alberto Ruiz-Gallardón cuando trató de reducirlos-, y a los que habría que añadir los casi 200.000 agentes de la Policía Nacional, la Guardia Civil, los Mossos d’Esquadra, la Policía Foral de Navarra y las policías municipales.

Motivos para justificar la excepción

Son varios los argumentos que se utilizan para defender la necesidad de que no todos los ciudadanos puedan ser juzgados por tribunales de primera instancia. El magistrado del Tribunal Supremo y profesor doctor de Derecho Eduardo de Urbano Castrillo ha escrito que no se trata de un privilegio de determinadas personas, “sino con la finalidad de preservar el buen funcionamiento de las más altas instituciones del Estado”.

El aforamiento tiene raíces históricas en distintos sistemas judiciales, como el derecho parlamentario británico y la antigua Roma, y según este magistrado “supone una garantía jurisdiccional para defender la actuación de los representantes del pueblo, en el ejercicio de sus funciones públicas”, y así se asegura “una instrucción, especialmente rigurosa, un enjuiciamiento por un órgano situado en la cúspide de la pirámide judicial y se preserva con más facilidad a los juzgadores de la presión a que se ven sometidos los jueces en estas causas”.

También se defiende esta excepcionalidad en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley argumentando que el aforamiento evita que cualquier juez por motivos ideológicos u otros intereses pueda iniciar una causa contra un cargo político. También se pretende frenar que ciudadanos “vengativos”, o grupos de presión, puedan sentar en el banquillo a un político por motivos espurios.

Si durante el comienzo de la andadura de la España democrática se creyó que así que garantizaría la independencia de la justicia respecto a la nueva clase política tras la dictadura franquista, ahora se habla de otro temor: la actuación de jueces bisoños o “estrella” que quieran conseguir notoriedad llevando a juicio a un ministro, un diputado o incluso otro juez.

Un privilegio... con perjuicios

El aforamiento tiene una larga tradición, tanto en España como en otros países, y trata de garantizar que en los casos que afectan a las autoridades se garantice la independencia sin riesgo de manipulación política, mayor grado de independencia y además que no sean jueces individuales, sino tribunales colegiados los que decidan.

Frente a las acusaciones de que se trata de un privilegio, hay un aspecto que muchas veces no se tiene en cuenta. Cualquier persona que sea condenada en un juzgado de primera instancia tiene posibilidad de recurrir sucesivamente ante instancias superiores: la Audiencia Provincial, el Tribunal Superior de Justicia de la comunidad autónoma, y finalmente el Tribunal Supremo antes de llegar al Tribunal Constitucional si hay posibilidad de presentar un recurso de amparo.

Sin embargo, los aforados pierden estas posibilidades; por ejemplo, un diputado del Congreso que sean condenado por el Tribunal Supremo ya sólo tiene la posibilidad de recurrir ante el TC. De hecho, el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidades ha dictaminado en varias ocasiones que en España se menoscaba el derecho del acusado a la revisión de su sentencia y condena por un tribunal superior, cuando son condenados por el Tribunal Supremo como primer -y último tribunal que les enjuicia.

Eliminar aforados, pero no todos

Por otro lado, la existencia de un aforado (diputado regional, miembro de las Cortes Generales...) en una causa judicial afecta a todo el caso, y muchas veces por asuntos que nada tienen que ver con la actividad propia del cargo público.

Para solucionar esta tensión entre los distintos argumentos válidos sobre este asunto, una posibilidad sería la de establecer aforamientos acotados: es decir, que sean limitados sólo a la actividad propia de cargo público. No deja de ser extraño que, por ejemplo, una denuncia por un asunto particular, doméstico, contra un diputado tenga que ser juzgada por el Tribunal Supremo.

Pero también sería posible, supondría un gesto relevante y no supondría indefensión el plantear las reformas legales necesarias para que jueces, fiscales o diputados autonómicos dejaran de estar aforados ante los tribunales superiores de justicia. De esta forma se eliminaría casi por completo los 17.000 aforamientos que provocan sensación de injusticia en muchos ciudadanos.

Pero al mismo tiempo parece también razonable mantener algunos aforamientos excepcionales, tal y como ocurre en Portugal con el presidente de la República, el primer ministro y el presidente de la asamblea, o en Francia con los miembros del gobierno que sólo pueden ser juzgados por la Corte de Justicia Republicana y no por instancias inferiores en asuntos relacionados con la actividad política.

En conclusión, se podría reducir a apenas decenas las autoridades que estarían aforadas, en la línea planteó Gallardón en su día. Además de los miembros de la familia real (y dejando de lado al rey, que tiene inviolabilidad como Jefe del Estado), esta prerrogativa para ser juzgados por tribunales superiores debería limitarse a los presidentes del Congreso y el Senado; el presidente del Gobierno y los ministros; los presidentes de las comunidades autónomas; y los presidentes del Tribunal Supremo y del Constitucional, entre otras máximas autoridades del Estado.

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