Un ‘foto-montañero’ en el Km 0 de Filomena

Ignacio Izquierdo es fotógrafo y tiene más de 50 sellos de países distintos en su pasaporte vital. Es un willyfog con una vuelta al mundo entre pecho y espalda, y con la cámara a cuestas desde 2006. Está acostumbrado a retratar paisajes épicos, detalles especiales del planeta y toda la belleza de un universo sin fronteras. Habitual de la montaña, fue de los primeros en retratar la gran nevada de Madrid del pasado fin de semana. Más de 4.000 fotografías, 87 publicadas y una maratón de edición. Algunas de sus estampas se han convertido en iconos del paso de Filomena por la capital española. En 2016 estuvo a punto de perder un ojo en Filipinas. Cinco años después se ha convertido en el sherpa fotográfico del Madrid de los hielos.

Ignacio Izquierdo en Sol, Cibeles y la Puerta de Alcalá durante su cobertura personal de la gran nevada madrileña del fin de semana pasado.
Ignacio Izquierdo en Sol, Cibeles y la Puerta de Alcalá durante su cobertura personal de la gran nevada madrileña del fin de semana pasado.

Ignacio Izquierdo tiene un trasplante de córnea en el ojo derecho. Y eso que hace ya tiempo que apostó su vida profesional a la fotografía. En uno de sus viajes multiaventuras, en Filipinas, una bacteria marina -pseudomona aeruginosa- en su lentilla le apagó una de sus fuentes de visión. El off fue en 2016. El reset, en 2018. Se recuperó, pero no al cien por cien. Todavía hay realidades que no contempla con fidelidad con los dos ojos y, aún así, hace fotografías maravillosas. Aquella experiencia traumática la cuenta él mismo en su blog en un ejercicio de catarsis personal.

Es ingeniero de telecomunicaciones, pero la posibilidad de retratar la vida le fue conquistando poco a poco desde que trabajó en Londres en 2006 y, sobre todo, desde que aterrizó en Japón en 2008. Entonces, cuando la crisis económica golpeaba fuerte, decidió irse con su cámara a dar la vuelta al mundo durante seis meses. Y su travesía, al final, fue de un año y medio. A su regreso decidió que viviría de la fotografía, y en esas anda desde hace una década larga.

Con unas esencias artísticas innatas, aprendió en foros y entre ensayo y error el lenguaje de la fotografía y su modo propio de expresarlo. El caso es que la cámara le ha cambiado la visión del mundo, porque “ahora me voy fijando más en la gente y en las cosas. Valoro más la luz, y los detalles”.

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El jueves pasado, cuando asomaron los primeros copos, salió a ver qué pasaba. Se asomó al Templo de Debod, a La Almudena, pasó por el Retiro, y allí disparó una de las fotografías más icónicas y viral de la nevada madrileña: la del Palacio de Hielo en modo frío: “El Retiro había vestido a todos sus árboles para la ocasión y hasta las palmeras formaban parte de este mosaico de piezas níveas, sacadas de una fábula. Entre estos paisajes de cuento, el Palacio de Cristal ponía en valor su fragilidad de vidrio entre delicadas ramas blancas para coronarse como centro de Fantasía, sala del trono de la Emperatriz Infantil. No estábamos preparados para ese nivel de magnetismo e incapaces de apartar la mirada éramos muchos quienes por ese día ya dejamos de buscar. Nos limitamos a quedarnos allí, mirando el día desaparecer, cautivados, prisioneros voluntarios del ocaso”.

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Atónito por el espectáculo y deseando que nadie apagara la película, se fue a la cama. Vino el viernes, la lluvia, y la amenaza de sueño efímero. Pero esa tarde “llegó Filomena en todo su esplendor y lo hizo con tal fuerza que no pudimos hacer otra cosa que dejarnos arrasar. Se detuvieron los coches, se le cristalizó el alma a Madrid y la gente se olvidó de su vida anterior, de quienes habían sido hasta ese momento. Dejaron lo que estaban haciendo y salieron a encontrarse con la magia de un paisaje distinto, repletos de tímida alegría”. Y él documenta todas esas impresiones en sus postales para el recuerdo.

A las seis y media de la mañana del sábado –“era el momento de salir a la oscuridad a encontrarme con una ciudad que había claudicado ante el temporal”- Ignacio, su equipo de montaña, su cámara y un paraguas estaban en mitad de la Gran Vía. “Alucinante. Fantasmal”. Va adentrándose en el misterio de la ciudad sin asfalto “como haciendo alta montaña por las calles de Madrid”. Solo un chico con una tabla de snow rompe la quietud densa en la avenida. El resto: silencio blanco y cara de pura admiración. “¡Estuve hace dos años por los Himalayas haciendo el trekking hasta el campamento base del Everest y pisé mucha menos nieve!”.

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De ahí, a Ópera. Abriendo brecha en mitad de la ventisca. Limpiando y relimpiando el objetivo. “Cuando llegué a la Plaza de Oriente no sabía ni donde estaba. No veía nada”. Entre el Teatro y el Palacio Real, con el paraguas dando sus últimos estertores, asienta su trípode, dispara luz, y sale arte. Allí se cruza con las primeras personas. Otros madrugadores salpicados de nieve en una ciudad dormida bajo el edredón. “Éramos como cuatro supervivientes contemplando el espectáculo del fin del mundo. Aquello era Mad Max, pero con hielo”. 

Entre la lírica y el asombro, cuenta: “Los supervivientes del día del mañana nos empezamos a encontrar, envueltos en ropas, en ponchos, en capas de agua, en plásticos, sorprendidos de no ser los únicos, de que aún quedaran más seres vivos sobre las faz de la Tierra. Los edificios se desdibujaban, se difuminaban, aparecían intermitentemente bajo los copos. Caminábamos por mitad de carreteras vacías, como si después de un largo peregrinaje hubiéramos encontrado restos de una civilización ancestral”.

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Le amanece en la Plaza Mayor. De ahí, a Sol “y empezó a llegar más gente, aunque todavía no había mucha”, y el ambiente “más fiestero” se lo va encontrando en Cibeles, donde se ven los primeros esquiadores: “Se sucedieron los muñecos, los ángeles, las guerras de bolas y superado el desconcierto inicial hubo quien saco esquíes, trineos y huskies en una espiral de surrealismo feliz que no parecía tener fin. (…) Compartimos la explosión de alegría, nos permitimos por unas horas olvidarnos de los últimos meses horribles y no concedimos a la pandemia que nos ha quitado los abrazos, los besos y se ha llevado a algunos amigos que nos robara también esto. Nos dijeron que nos quedáramos en casa, pero no pudimos, incapaces, sobrepasados por un regalo que necesitábamos aprovechar”.

Puerta de Alcalá y vuelta a casa en dirección Plaza de España, “porque ya no podía hacer más fotos. Estaba calado”. En los cuatro días más intensos de Filomena hace 4.000 fotografías. 87 están publicadas en su blog. En suma: unas 20 horas de edición. Y todo, por amor al arte, “y con una repercusión que no me esperaba”.

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Ignacio les calza a sus creaciones una firma de agua por si acaso, “pero aun así hay quien la recorta y la usa pensando que todo es gratis en internet”. Es la pelea de muchos fotógrafos, que ven que sus obras se reproducen sin que se valore el esfuerzo, la mañana, la manufactura, el desempeño, el arte, la gracia, el don. Incluso en muchos medios de comunicación. Le ha pasado estos días a Nacho Boza, que hizo una fotografía aérea del Bernabéu completamente nevado para su perfil de Instagram, y el Real Madrid, la Champions, Marca y As la han usado como de cosecha propia sin atribuirle su justa autoría y, por supuesto, sin pagar por ellas. “Es la lucha del campo salvaje de internet y la falta de conciencia social, porque sé que hay muchas personas que no lo hacen con mala fe”.

            -¿Has monetizado este trabajo?

            -De momento, no. Me han contactado para alguna cosa, pero nunca lo hice por eso.

La nevada es solo un hecho especial en su carrera. Ignacio sabe que el boom de esta semana pasará. Sí, han subido sus seguidores en Instagram y se habla de sus fotos, pero poco más. “Ha llamado la atención, pero saltará otra noticia y miraremos todos para otro lado. Es ley de vida”.

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Ignacio dispara fotos porque le divierte: “Conseguir la foto más bonita es puro reto y puro disfrute personal”. Ser testigo. Para difundir un instante. Aunque cualquiera que mire su perfil de Instagram entenderá que tiene madera de fotógrafo de National Greographic.

          -¿Te gustaría?

         -No te digo que no…

Ese, en realidad, es su mundo. Y ese mundo le vino, de pronto, a Madrid, el fin de semana pasado. El Madrid de los Austrias y de los Borbones. El Madrid de la Gran Vía, Malasaña, Salamanca y Tetuán. El Madrid de Cibeles y de Neptuno. El todo Madrid de Andres Trapiello que sigue ojiplático con lo vivido en estos días entre la fiesta, la pala, la sal, el coronavirus, los árboles caídos, las calles congeladas, las aceras sospechosas, el sonido de las ambulancias, los canalones desplomados, las fracturas, las corbatas con bota y las cornisas asesinas.

Así arranca Ignacio la crónica de estos días históricos en su blog: “No es fácil congelar Madrid. No es fácil detener la inercia de una ciudad acostumbrada a vivir a altas revoluciones, en el traqueteo de las prisas, en el afán constante de estar en otro lado. No es sencillo enfriar esas calles donde siempre quedan las ascuas de los bares, los comercios y el calor residual de los encuentros. Suena imposible silenciar al gigante que respira con motores a lo largo de sus arterias. Por eso cuando llegó Filomena y en menos de veinticuatro horas había dejado a Madrid congelada, detenida y enmudecida los madrileños salimos a la calle en medio de una incertidumbre generalizada, sin saber muy bien que había pasado, caminando por mitad de carreteras abandonadas, rompiendo normas que habían dejado de tener sentido, descubriendo una ciudad distinta, ajena a nosotros y con la curiosidad y el deseo de conocerla de nuevo”.

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Remata Ignacio: “Quizás contado así, pueda parecer inocente, incluso egoísta. Filomena ha dejado el centro del país paralizado e incomunicado: camiones atrapados, aeropuertos cerrados, médicos que han tenido que caminar decenas de kilómetros para llegar a sus hospitales, falta de suministros, dificultades para acceder a medicinas, árboles rotos, coches reventados y abandonados, destrozos que aún no podemos imaginarnos ni contabilizar, gente aislada y en situación de emergencia. Ni soy, ni somos ajenos a todo eso, pero para los que pudimos permitirnos un paréntesis, fue una experiencia mágica”.  8 (1)

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