Del 68 a la ideología woke. Breve historia del pensamiento único

La ideología woke husmea en la raza, en el género, la etnia y la religión, buscando represiones inconscientes. La guerra cultural está demostrando ser, con todas las letras, una guerra totalitaria

Lo más peligroso es que el justiciero activismo woke convierte a quienes lideran algunas de sus linajes -como el Black Lives Matter- en novísimos inquisidores.

La tesis del final de la historia se ha demostrado falsa, pero a quienes entendieron que con el muro se derrumbaban también las alternativas políticas hay que disculparlos. Y no solo porque se equivocaron en un momento de júbilo que detuvo todos los relojes, sino porque con su afirmación demostraron lo arraigados que estaban ellos mismos en un momento que hoy solo podemos observar con nostalgia.

No se les puede acusar de haber errado a la hora de señalar el fin de las ideologías. Los diagnósticos requieren tiempo y los médicos deben cultivar la paciencia, dejando que los síntomas se manifiesten. De otro modo, se corre el riesgo de poner antes la venda que la herida, un prejuicio especialmente dañino para las dolencias sociales y políticas.

Su equivocación es temporal, sin embargo, pues no fue la conclusión de la Guerra Fría lo que marcó un antes y un después, sino Mayo del 68, cuando los niños comenzaron a jugar con el fuego populista por las calles de París, asediando la civilización. En ese preciso momento de la historia se transformó el escenario de la lucha revolucionaria, trasladándose de las asfixiantes y cenicientas atmósferas de la fábrica a los campus universitarios y, más tarde, a los cuartos de estar de las casas.

Si la posmodernidad ha revelado algo es que para ser revolucionarios no hay que renunciar a las comodidades que ofrece el capitalismo. O que sería de tontos hacerlo. Se puede poner un póster del Che en el cabecero de la cama, siempre que a los pies no falte la pantalla de plasma o el Ipad. El éxito del 68 ha sido el de instalarnos en el pensamiento único, descubriendo que una cosa es la economía, donde el mercado afina los instrumentos; y otra, los valores, la moral o la ideología, en los que se tolera la militancia subversiva.

La travesía del 68 hasta hoy ha estado plagada de modas políticas y de fervores ideológicos más o menos combativos, pero la agitación no ha dejado nunca el barco a la deriva. La ideología posmoderna que heredamos del 68, que combate la tradición por exigencias del progreso, es, irónicamente, como los abuelos que toleran las travesuras de los nietos. En cambio, la ortodoxia capitalista ejerce de poli malo cuando se avecina la tormenta, para que el barco no encalle.

La moda “woke”, surgida en EE. UU a raíz de los nuevos episodios de racismo, es el vástago, lejano tal vez, de los que voceaban consignas por los bulevares de la capital francesa. Y, como ellos, no demandan la mejora del nivel de vida, sino el reconocimiento de identidades sojuzgadas, cuestionando en su totalidad el sistema cultural -o lo que queda de él-.

“Si la posmodernidad ha revelado algo es que para ser revolucionarios no hay que renunciar a las comodidades que ofrece el capitalismo. O que sería de tontos hacerlo”

El movimiento ha sido una suerte de catalizador público y ha contribuido a poner la lupa sobre injusticia latentes. Al mismo tiempo ha ayudado a extender la sospecha por el espectro social, obligándonos a elegir entre la opción de ser víctimas o verdugos. Lo más peligroso es que ese activismo justiciero convierte a quienes lideran algunas de sus linajes -como Black Lives Matter- en novísimos inquisidores.

Uno de los mantras de esta corriente es la interseccionalidad, que se refiere a la superposición de las discriminaciones. El peligro está en el emotivismo: sabemos que siempre podemos encontrar a alguien que se sienta ofendido o dispuesto a representar el papel de víctima. Además, la difusión del victimismo tiene un efecto perverso, puesto que emborrona las diferencias entre discriminaciones lacerantes y otras más inocuas.

 

La interseccionalidad explica también que la lucha no se juegue en un terreno únicamente, sino en todos y a la vez. Se husmea en la raza, en el género, la etnia y la religión, buscando represiones inconscientes. La guerra cultural está demostrando ser, con todas las letras, una guerra totalitaria.

“La ideología woke no demanda la mejora del nivel de vida, sino el reconocimiento de identidades sojuzgadas, cuestionando en su totalidad el sistema cultural heredado”

Si algo hereda del marxismo lo woke es un rasgo presente también en el precedente del 68: los objetivos prácticos. Por ahora no se ha encontrado en esta ideología la vía intermedia que representa para la estirpe de Marx la socialdemocracia. En este sentido, a nadie se le oculta que su misión es dar la estocada final a una civilización maldita. Algo de esta estrategia se revela en la obsesión por la cancelación y la censura, que no solo ha empobrecido el debate público, hiriéndolo de muerte, sino que también ha arramblado con tesoros inmemoriales, desde Homero a Harper Lee.

Lo paradójico es que la ansiedad por lo identitario nos deja en la más completa orfandad cultural, sin los recursos más necesarios para descubrirnos a nosotros mismos.

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