Admiración para vencer el resentimiento

Si se vive con rencor, es difícil percatarse de todo lo que se ha recibido de forma inmerecida

"La admiración es lo que hace que contemplemos el mundo desde el prisma del milagro, del don".
"La admiración es lo que hace que contemplemos el mundo desde el prisma del milagro, del don".

Nietzsche tuvo una intuición profunda e inequívoca: se dio cuenta de que una convivencia social asentada sobre la lucha por el poder genera resentimiento. A quien piensa que los demás le deben algo que no le reconocen se le pone un rictus justiciero y va por la calle enrabietado, ceñudo, como un adolescente que no logra superar la edad del pavo. 

Con su genialidad para el aforismo, con su mágico don para esculpir en una frase redonda el fogonazo de la verdad, el pensador alemán no se dio cuenta de que el resentimiento tiene repercusiones mayores que la sociales. Esas son evidentes, pero hay otros efectos, igual de perniciosos, que nos pasan desapercibidos. Por ejemplo, los resentidos tienen una incapacidad manifiesta para admirarse

La admiración es lo que hace que contemplemos el mundo desde el prisma del milagro, del don. Por eso, quien se decide a vivir desde esa óptica, conjuga siempre el agradecimiento. En lugar de pensar que la vida no nos depara aquello a lo que tenemos derecho, el humilde que se admira se da cuenta de que siempre se nos da infinitamente más de lo que merecemos. 

No es muy exagerado pensar que nuestra civilización es hija de la admiración, puesto que quien no se maravilla ante lo que le rodea probablemente jamás se percatará del misterio. Sin admiración, nos falta lo que nos impulsa a encontrarnos con lo real. Hay personas obtusas que piensan que el misterio es lo opuesto a la ciencia, pero en realidad si no tuviéramos el acicate de lo desconocido nunca nos hubiéramos dado cuenta de que la tierra no puede ser plana. 

“El humilde que se admira se da cuenta de que siempre se nos da infinitamente más de lo que merecemos”

El resentido es sordo al por qué. Mientras que la admiración abre, explaya, difunde y engrandece, el resentimiento es la fuerza que encorva, que subyuga, que nos ensimisma y nos impide encontrarnos con las mañanas del mundo. La admiración no es solo -como se sabe- la actitud filosófica por excelencia; es también la forma de vivir más coherente con nuestra propia dependencia

Cuando los primeros pensadores, en aquella Grecia verde, llena de olivos y vides, se preguntaban por el origen, lo hacía conscientes de que eran eslabones de una cadena que se mantenía viva por obra y gracia de casualidades “¿Por qué el ser y no la nada?” -la frase que según Leibniz sintetiza el principal problema de la metafísica- es también la toma de conciencia más clara de que se nos ha dado eso tan extraño -tan enigmático- que llamamos existencia.

Hay muchos síntomas, aparte del resentimiento, que evidencian nuestra incapacidad para lo asombroso. El hecho de que la filosofía se haya convertido en una disciplina árida, ajena al mito, es uno de ellos. Quienes ven la realidad como es -lo afirmaba Rilke- son los poetas y por eso, tradicionalmente, estos últimos son hermanos de quienes se afanan en la búsqueda de la sabiduría. 

Que el ser humano es un animal dependiente no es solo una de esas verdades que se comprueban cuando uno es padre por primera vez o envejece. La dependencia es una de nuestras marcas ontológicas; uno de nuestros elementos constituyentes. 

 

Las grandes tradiciones religiosas, sin excepción, dedican un día de la semana al descanso, ya sea el viernes, el sábado o el domingo. La función de ese día -que, por fuerza, tiene que perder relevancia desgraciadamente en un mundo secularizado- es recordar la creación y, con ello, inscribir en el alma del creyente que todo, lo veamos por donde lo veamos, es un regalo inmerecido. 

“Ha llegado la hora de vencer nuestros resentimientos más arraigados mediante la reivindicación de la dependencia”

Si hay continuidad entre el sentimiento de dependencia y la admiración, cabría ver un vínculo necesario entre la exacerbación de la autonomía y el resentimiento. Ser autónomo implica cambiar de frecuencia con respecto a la realidad y, por eso mismo, desembarazarse de aquello nos ensambla con el mundo. 

¿Cómo preguntarse por el ser más íntimo de las cosas, si estas son objetos muertos, cosas sin sentido, cuerpos huecos y mudos, en los que no vibra el secreto -el misterio- de lo real? Esa opacidad del mundo, que es el correlato de los individuos autónomos -¿autómatas?- la vislumbró muy bien otro pensador escandaloso y contumaz: Sartre. ¿No fue este pensador francés quien dio en el clavo cuando sostuvo que, en una sociedad de resentidos, el infierno son los otros?

Aun con todo lo que debemos a la modernidad -los adelantos científicos y técnicos, el descubrimiento de la subjetividad, la decantación de principios e instituciones hoy imprescindibles- también la fría mirada de la utilidad y la devaluación de la gratuidad son fenómenos que hay que apuntar en su haber. 

No se trata de cancelar lo aquilatado en los últimos siglos, sino de evitar que los nuevos logros aniquilen o silencien las tradiciones o los éxitos que solo las sociedades más miopes estarían dispuestas a dilapidar. No creo que nos vayan mal las cosas -o no del todo-, pero sí ha llegado la hora de vencer nuestros resentimientos más arraigados mediante la reivindicación de la dependencia. ¿No ven por todos lados razones de sobra para admirarse?

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