Afinar el gusto estético

Apreciar una obra de arte requiere sensibilidad, pero también podemos entrenar nuestra capacidad perceptiva

“El goce que nos concede un cuadro depende de nuestra pericia a la hora de leer su sentido” (Foto de Loïc Manegarium en Pexels).
“El goce que nos concede un cuadro depende de nuestra pericia a la hora de leer su sentido” (Foto de Loïc Manegarium en Pexels).

Hace algunos años, cuando la posmodernidad estaba a flor de piel, muchos nos preocupábamos por el relativismo moral. Se solía decir que la cultura había erosionado el prestigio de la verdad, que ya no valían los argumentos en el debate público y que la objetividad había desaparecido. Cada cual era libre de suscribir unas preferencias y si estas no coincidían con los hechos, pues peor para ellos. Todo muy hegeliano, por cierto.

Muchos pensadores nos advirtieron entonces de la posible deriva dogmática del relativismo y ahora nos limitamos a recoger aquellos barros en forma de lodo. La corrección política tiene sus inquisidores y se puede cuestionar la tradición, pero no se perdona a nadie que lance diatribas contra las nuevas verdades que se han construido sobre el sexo, la igualdad, la religión o la política.

Eso no significa que el relativismo haya abandonado por completo nuestra cultura, puesto que su semilla estética ha germinado y crecido hasta convertirse en un árbol frondoso y robusto. Y pienso desde hace tiempo que el hombre y la sociedad se pierden no cuando la verdad deja de regir en el discurso público o cuando palidece la frontera entre el bien y el mal. En esos casos, podríamos decir que no todo está perdido.

La crisis comienza cuando la belleza va languideciendo, apagándose, marchitándose, hasta ser casi un recuerdo borroso. Dicho de otro modo, es posible que estamos desorientados cuando el reguetón tiene más admiradores de los que es capaz de congregar la música de Bach, pero sin duda estamos condenados de una forma irremediable cuando damos a ambos el mismo valor.

“Estamos desorientados cuando el reguetón tiene más admiradores de los que es capaz de congregar la música de Bach, pero sin duda estamos condenados de una forma irremediable cuando damos a ambos el mismo valor”

En un interesante artículo publicado en Claremont Review of Books, Thomas Kaminski, profesor emérito en una universidad americana, explicaba recientemente que el gusto, es decir, la facultad que nos permite enjuiciar las obras de arte, es personal, propio, particular, pero que tanto las filias como las fobias se miden en función de determinados estándares.

Pese a ser personal, el gusto está muy relacionado con la sensibilidad, lo que explica que, por ejemplo, ante una buena comida sea más importante el juicio de un experimentado gourmet. Tal vez eso no nos lleve a decidirnos por un determinado plato, pero el sentido común nos obliga a reconocer que, por mucho que nos “guste” el menú de la tasca del barrio, eso no significa que sea “mejor” que el guiso de un exquisito y renombrado profesional.  

Que el arte y el gusto es cuestión de sensibilidad nos lo muestra una experiencia sencilla y al alcance de todos. Yo, por ejemplo, si voy a ver una película, consulto la lista de Jonathan Rosenbaum, el famoso crítico cinematográfico. Cuando era joven y comenzaba a frecuentar los clásicos, hablaba con mi profesor del colegio, que lo había leído todo.

Kaminski sostiene, por otro lado, que podemos educar nuestra sensibilidad estética. El arte no es como la naturaleza. Tal vez nos quedemos extasiados ante las llamas rojizas de un atardecer, pero el significado de un objeto artístico está en clave, cifrado, y su captación exige un cierto entrenamiento o aprendizaje. Por eso, a diferencia del goce que nos puede deparar un horizonte azul y resplandeciente, algo al alcance de todos, el que nos concede un cuadro depende de nuestra pericia a la hora de leer su sentido.

 

“A diferencia del goce que nos puede deparar un horizonte azul y resplandeciente, algo al alcance de todos, el que nos concede un cuadro depende de nuestra pericia a la hora de leer su sentido”

De ese modo, se puede decir que “en el proceso de aprender a ver el arte, también aprendemos a diferenciar lo bueno de lo malo y lo mejor de lo peor” y lo hacemos gracias a los criterios que nos ofrecen los expertos, quienes más sensible son, quienes más entrenados están para interpretar o descodificar el significado de una determinada obra.

Ciertamente, somos seres que vivimos inmersos en el tiempo, por lo cual esos estándares están sometido a un proceso de prueba y error; también hay equívocos, fallos, cambios y evoluciones. Aunque el arte no es tan objetivo como un cálculo matemático, no es por completo subjetivo o relativo, de modo que hay jerarquías, ordenaciones, etc.

Ahora bien, también la confianza en el juicio de los expertos tiene sus peligros. En este caso, Kaminski vuelve a dar en el clavo al sugerir que a veces lo único para lo que ha servido la crítica cultural es para sustituir una verdadera experiencia estética y que el público asimilara, como quien se aprende la guía telefónica, el gusto de quienes más saben.

De ahí que “cualquier persona que haya asistido a un curso sobre arte, por insensible que sea, le puede hablar de la tranquilidad dignidad que transmiten las obras de Piero o de la habilidad de Monet para plasmar la luz (…) Estoy seguro -continúa Kaminski- que muchas personas han elogiado un Picasso o un de Kooning sin haber disfrutado mucho al verlo. Sabiendo lo que se supone que se debe decir ante tales obas, estas personas se limitan a seguir el guion”. Y eso, sustituir la experiencia personal por la de otro, aunque sea un reputado experto, sí que es peligroso, porque entonces el arte muere.

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