Amor al mito

Los mitos son insuperables porque no narran hechos que han acontecido sino formas de tratar con el misterio de la existencia

“El mito tiene una función terapéutica importante: nos protege contra las supersticiones”.
“El mito tiene una función terapéutica importante: nos protege contra las supersticiones”.

Llámenme clásico si lo desean, pero para determinadas cosas uno solo se fía ya de Aristóteles y a nadie se le escapa que el tutor de Alejandro no era de los que amaban las supersticiones. Fue el padre del método científico, tan atado a los datos de los sentidos que hizo todo lo posible para cargarse la filosofía platónica, poniendo de patas arriba la Academia de su maestro.

Pues bien, Aristóteles, nada menos que el fundador de la lógica, dijo aquello tan hermoso de que el filósofo -el amante de la sabiduría- es necesariamente también un amante del mito. O sea, un filómito, por emplear el término que deja más patente la semejanza entre aquellos que se extenúan escudriñando nuestra naturaleza y los otros, más poéticos o sensibles, que tejen leyendas para dar cuenta de los mismos arcanos.

Sin embargo, lamentablemente, a veces se olvida la semejanza entrevista por el filósofo de Estagira. De hecho, frente a ella, hay un tópico -racionalista, como suelen ser los tópicos más perversos- de acuerdo con el cual hicimos los humanos un trayecto sin vuelta atrás, que nos llevó desde los embustes de Prometeo hasta la edad cristalina de la razón. 

Los mitos no son patrañas ni cuentos chinos, sino relatos que hay que tomar seriamente porque desvelan nuestra entraña cultural

Uno puede creérselo, pero también pensar a cuento de qué Platón urdió sus mitologías, con lo listo y espabilado que era. ¿Es que todos los que han seguido su ejemplo e idean narraciones son estúpidos, infantiles, tontos? ¿No han llegado a la mayoría de edad de la razón de la que hablaba Kant?

Hoy estamos requeridos de mitos. Estos no son patrañas ni cuentos chinos, sino relatos que hay que tomar seriamente porque desvelan nuestra entraña cultural. Necesitamos que nos cuenten mitos, recordarlos una y otra vez, heredarlos y transmitirlos a las futuras generaciones porque en esas tradiciones hallamos tropos y figuras que nos ayudan a dotar nuestra existencia de sentido.

Los mitos son constantes en la historia humana y su escasez o ausencia constituye un síntoma preocupante. Sin ellos, nos situamos justamente en la antesala del nihilismo.

Cuando se nos dice que Prometeo robó el fuego a los dioses y fue castigado, o se nos cuenta que el rabino de Praga, Judah Loew ben Bezalel, descubrió el secreto de la creación y empleó las palabras de Dios para animar un trozo de arcilla, de acuerdo con la leyenda del Golem, está claro que no se nos quiere transmitir un hecho acontecido en la historia, sino explicarnos cuál es la posición del ser humano en el mundo, hasta dónde llega su poder y qué consecuencias se desprenden de su mal uso.

En efecto, el mito no explica “hechos”, ni eventos que se puedan verificar. Eso es lo que suponen quienes sostiene que podemos vivir sin ellos, creyendo que los antiguos eran tan ingenuos como para mirar al cielo estrellado en busca de unicornios. Los amantes del mito poseen sabiduría a mansalva, tanta que son conscientes de que no existen microscopios ni aceleradores de partículas suficientemente potentes como para aclararnos por completo el misterio de la existencia.

 

Los mitos son, pues, como los rascadores que llevamos en la guantera, que nos despejan el parabrisas cuando hiela y no atinamos a saber dónde demonios está la carretera

Por esta razón, las mitologías siempre son insuperables. Nadie ha explicado mejor que a menudo nos equivocamos con las cosas, tomando su apariencia como verdades definitivas, que Platón con su caverna. Y es mucho más sugerente lo que nos revela Diotima acerca del anhelo apasionado del amor que los anuncios del día de los enamorados. Los mitos son, pues, como los rascadores que llevamos en la guantera, que nos despejan el parabrisas cuando hiela y no atinamos a saber dónde demonios está la carretera.

Hay otra función del mito trascendental y es la que tiene que ver con la integración de la comunidad. Las sociedades están mucho más cohesionadas cuando comparten unos relatos fundacionales. Los nacionalismos se han aprovechado de esta verdad, creando mitos a su antojo y, sobre todo, buscando siempre chivos expiatorios y bestias negras para autoafirmarse.

Sin mitos y sin religión, no tenemos recursos para arroparnos y estamos condenados a vivir en la intemperie. La ciencia, solo la ciencia, los fríos datos a secas, nos informan de cómo funciona el universo, pero esa solo es una mitad de la historia. Y no la más importante. En tanto seres espirituales, siempre nos hemos interrogado acerca de los fines de la existencia, del valor de las cosas, sumiéndonos en reflexiones interminables para responder por qué el ser y no la nada. Y la respuesta a esa pregunta no la hallaremos nunca en los tubos de ensayo.

Lo que el mito nos enseña no son respuestas, sino el mejor modo de hacernos preguntas. De ahí que arraiguen en la esfera del misterio, conminándonos a respetarla, sin hacer transparente nunca por completo el enigma.

Con los mitos aprendemos a grabar en nuestra piel una actitud humilde, sencilla, atenta a lo real. Sospecho, además, que el mito tiene otra función terapéutica importante: nos protege contra las supersticiones. ¿Acaso no es verdad que en la cultura actual convive el más escandaloso de los cientificismos con el anti-intelectualismo más fervoroso y ridículo? Ya lo decía Chesterton: lo malo de dejar de creer en Dios -o los mitos- es que se empieza a creer en cualquier cosa…

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