Apología del paseo

Caminar sin rumbo, por la ciudad o el campo, es un buen método para mantener a tono nuestra humanidad

Ilustración: Sobrino & Fumero.
Ilustración: Sobrino & Fumero.

Pasear proporciona una sensación muy parecida a la felicidad. Lo saben de sobra los filósofos, aunque desde hace siglos el ejercicio de su actividad esté condenado, como parecemos estarlos todos en los últimos tiempos, a vagar como mucho por el perímetro de un estudio o una biblioteca. Más amplio se antoja el pensamiento clásico, que todavía podía elevar la vista al cielo al dirimirse en la calle, en las colinas de Atenas o alrededor de un patio.

Al abandonar el paseo la filosofía ha perdido, además de la perspectiva, su vínculo con el trasiego diario, con las preocupaciones cotidianas de la gente, con la riqueza de la vida. En resumen: su contacto con la realidad. Al intelectual y, especialmente, al planificador ideológico, no le viene mal descolgarse de su torre de marfil con el fin de comprobar hacia qué latitudes corre el viento de la historia. El paisaje de quien filosofa en su cubículo siempre es precario, pues a lo máximo que llega es a sorprender los tediosos desconchones de la pared.

Si se pasea menos hoy no es a causa del coronavirus, sino porque cada vez es más difícil que el individuo contemporáneo encuentre el sentido de actividades que, en apariencia, tienen poca utilidad. Salimos a la calle para ir a algún sitio y hacer una gestión y lo que más deseamos es avenidas expeditas. Nos urge el tiempo. Así, el deambular parsimoniosamente, callejeando sin rumbo fijo por la ciudad o demorándonos en los bulevares, es infrecuente. Somos seres aquejados por las prisas.

Si se pasea menos hoy no es a causa del coronavirus, sino porque cada vez es más difícil que el individuo contemporáneo encuentre el sentido de actividades que, en apariencia, tienen poca utilidad

Fue Baudelaire, el poeta francés, quien convirtió al flâneur en epítome del sujeto moderno y explicó cómo en el vagabundear emergía esa figura del observador de la gran urbe, que “se hace una sola carne con la multitud”. Sin ir tan lejos como el intelectual que cavila al ritmo de sus zancadas, el flâneur no ha perdido aún su capacidad de mirar a su alrededor, sino que, con ligereza, espera, transitando sin angustia, las emociones que la ciudad le suscita.

El flâneur está próximo al dandi y ambos se encuentran en las antípodas de quienes, ceñidos en sus mallas, cuentan con obsesión milimétrica el número de pasos que dan cada día. Todos hemos sucumbido a la tentación de las 10.000 pisadas diarios. En esos casos, caminar se convierte en un simulacro de deporte, una suerte de suplantación, muy aconsejable, ciertamente, para tonificarse, pero con un ritmo demasiado apresurado para propiciar la reflexión.

Esta apología, sin embargo, pretende rescatar el valor antropológico del paseo. Caminar es importante no únicamente para salvarnos de la inclinación por la horizontalidad, sino porque constituye una de esas actividades cuya desaparición nos hurta pedazos de humanidad. Por ejemplo, el sedentarismo exacerbado nos convierte en seres volátiles y etéreos y nos impide tomar conciencia de los límites de la corporalidad. También dificulta nuestra percepción de lo real e incluso, en sus formas más extremas, borra la periferia de la finitud humana. Sin recorrer a pie el mundo, inexorablemente perdemos la inmensidad y riqueza de lo que nos rodea.

De ahí que se reivindica hoy esta costumbre tan sana no solo en términos cardiovasculares, sino desde un punto de vista espiritual. De la misma manera que hace unos años se puso de moda el cultivo del silencio o, más recientemente, se ha denunciado los perjuicios neuronales de la multitarea, los expertos descubren en el paseo gozoso, sin destino ni dirección, tanto una forma de calmar nuestra ansiedad como la puerta a una vida más centrada y profunda.

Los expertos descubren en el paseo gozoso, sin destino ni dirección, tanto una forma de calmar nuestra ansiedad como la puerta a una vida más centrada y profunda

 

Thoreau, el filósofo americano que pasó dos meses en su cabaña junto al lago Walden, decía que cuando más nos asemejáramos en nuestro deambular al camello, mejor, puesto que este es la única bestia que rumia al caminar. Es precisamente el sentido humano del garbeo lo que explora David Le Breton en un hermoso ensayo, Elogio del caminar (Siruela), donde señala que pasear nos ayuda a “recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. Caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”.

Le Breton propone el paseo como una forma de resistencia o un acto de protesta; es decir, como una manera de conminar a nuestros contemporáneos y decirles que, si el mundo va tan rápido, debemos bajarnos en la próxima estación. Que preferimos ir a pie.

Además, caminar sin meta puede ser un modo de recuperar actividades o hábitos que, para una mentalidad pragmática como la actual, pueden no tener una utilidad inmediata o clara, pero que deparan, como decíamos, esa sensación parecida a la dicha. Se trataría de prestar más atención a lo que el filósofo americano Kieran Setiya ha llamado una forma de vida atélica para referirse a proyectos o acciones que no tienen un punto final, que no se agotan, ni persiguen nada más allá de ellos mismos, como apreciar el arte, cultivar la amistad o calzarnos los zapatos para salir al encuentro del mundo.

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