Basta de batallas

La atmósfera es insoportable y poco adecuada para entendernos, pues andamos enlodados en disputas y enfrentamientos ideológicos interminables

“Eso de la guerra cultural ha extenuado la esfera colectiva, aplanando el debate público, como si por encima de él hubiera pasado un acorazado ruso de los que se despliegan en Ucrania”.
“Eso de la guerra cultural ha extenuado la esfera colectiva, aplanando el debate público, como si por encima de él hubiera pasado un acorazado ruso de los que se despliegan en Ucrania”.

A veces uno tiene la sensación de que se mueve en terreno peligroso, entre trincheras. Que debe extremar la precaución porque anda siempre en un campo de minas. Parece como si de un momento a otro pudiera explotar algo a nuestro lado amenazando con volarnos la cabeza o, mejor aún, nuestras certezas.

No piensen mal: no se trata de un asunto de geoestrategia, ni de sumarse a ese “no a la guerra” que hace años se convirtió en un eslogan. Me refiero a la atmósfera bélica, recelosa, en que vivimos. Un mundo así, en el que se sospecha de nosotros o en el que desconfiamos del prójimo, en el que una y otra vez se nos exige tomar partido y posicionaros, donde incluso las actitudes se pueden interpretar como un ataque ideológico, me produce aburrimiento, una especie de hastío inconsolable. Y sobre todo me aterra.

Estoy harto de tanta guerra, sinceramente. De la guerra interna de los partidos, del polvorín de Ucrania, de la refriega de la energía. De la guerra de precios. De la batalla por las telecomunicaciones. De China contra Estados Unidos. De Estados Unidos contra China.

Podríamos seguir tirando de la madeja de las escaramuzas hasta enredar con un nudo de pescador el globo. Y aún así sobraría. Personalmente, lo que me produce más fatiga -una fatiga infinita hasta ese punto abrumador, rotundo e insalvable en el que se desea tomar un tren y distanciarse eternamente del sonido de los proyectiles- es el enfrentamiento cultural.

No sé quién se inventó la metáfora, pero eso de la guerra cultural ha extenuado la esfera colectiva, aplanando el debate público, como si por encima de él hubiera pasado un acorazado ruso de los que se despliegan en Ucrania. Ya saben a lo que me refiero. Y todavía hay quien, en uno y otro lado de las innumerables contiendas, exige abandonar la tibieza, la cobardía y la pusilanimidad, cargar el arma con los tópicos, como si no fuera más caballeroso y cortés -más humano- entenderse.

“Hay quien, en uno y otro lado de las innumerables contiendas, exige abandonar la tibieza, la cobardía y la pusilanimidad, cargar el arma con los tópicos, como si no fuera más caballeroso y cortés -más humano- entenderse”

No hagan caso a esos cátaros tuiteros que les exhortan a sumarse a la cruzada. Ellos ensayan nuevas ordalías y parece que desean instaurar a toda costa salvoconductos de pureza ideológica. Cabe incluso que los que se erigen en los intercesores oficiales de la verdad lancen sus anatemas.

Hay intelectuales sedicentes tan dogmáticos que suponen que la verdad, la belleza y el bien se les ha revelado en exclusiva, cuando, en realidad, el atractivo de un argumento agudo, el resplandor de la hermosura o la seducción del bien son tan unánimes e inapelables como un axioma matemático.

Ese clima maniqueo y agotador desde un punto de vista intelectual es bastante pernicioso. Sabemos que la verdad se va abriendo paso en el mar Rojo de las fricciones y ahí está la Edad Media con sus disputas teológicas y filosóficas para ponerlo de manifiesto. Porque el fragor de un combate dialéctico es el humus idóneo para que crezca la verdad.

 

El problema es que en la posmodernidad la verdad es como uno de esos muebles cubiertos por sábanas que empantanan las casas deshabitadas como fantasmas recostados. Y cuando la verdad desaparece del horizonte, lo que emerge es el poder, la sinrazón, la ciega voluntad de defender lo nuestro con las bayonetas.

Además, la mirada justiciera se combina frecuentemente con un índice bastante bochornoso de hipocresía moral. Comprobamos todos los días, además, que la mentira tiene un recorrido muy corto. Quienes se precian de objetividad son los más relativistas y quienes con más ceguera defienden hasta las abyecciones de su ideología; los que más se enorgullecen de imparcialidad son los que cojean de un lado o de otro. Los más engreídos por su estricta moral, en muchas ocasiones, tienen gusanos putrefactos pululando cómodamente por sus entrañas.

Con motivo de este belicismo incomprensible, de esas pasiones desatadas y virulentas, me he acordado de lo que contaba Amos Oz en sus memorias. Recordaba la rapidez con que, tras la creación oficial del Estado de Israel, en 1948, dejó de saludarse con los vecinos palestinos con los que el día antes jugaba a la pelota. Entre ellos se levantó el muro del recelo, de la enemistad. De la guerra.

Confiaba en que pudiera salvarnos la cultura, pero también esta por desgracia se ha convertido en un arma arrojadiza. Unos insisten en cancelarla; otros acuden a las grandes obras del pasado para aguzar nuevamente la punta de sus dardos.

“También la cultura por desgracia se ha convertido en un arma arrojadiza. Unos insisten en cancelarla; otros acuden a las grandes obras del pasado para aguzar nuevamente la punta de sus dardos”

La mayoría ni siquiera lee o se atiene a lo último. Y, al final, el que sufre es el ciudadano que, por fas o por nefas, queda huérfano de un legado que es indispensable para encauzarle por la senda de lo humano. En cuanto vean un conflicto, no se amilanen y huyan de ese fuego que todo lo devora.

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