El cliente siempre lleva razón…incluso en el cole

Se han mercantilizado muchas realidades y por eso nuestro principal papel, del colegio a la política, es el de clientes

"Uno llega ahora al colegio y se le abren las puertas como si se tratara de un centro comercial"
"Uno llega ahora al colegio y se le abren las puertas como si se tratara de un centro comercial"

Basta cumplir años para darse cuenta de nuestra condición de clientes porque nos llegan mensajes de felicitación del banco, de la óptica, de la gasolinera y hasta del gimnasio, a pesar de que lo frecuentemos poco. Por paradójico que pueda parecer, en un mundo en el que hemos dinamitado las certezas, hay una que se mantiene incólume: la vieja creencia de que el cliente siempre tiene razón.

De ahí que se haya extendido una ola de sonrisas forzadas y una amabilidad algo hipócrita a lo alto y ancho del espectro social, así como una sensación extraña, como si todas las personas con quienes trabamos contacto quisieran vendernos algo. Estrechar la mano es un saludo ya demodé: lo propio de una sociedad de servicios es cumplimentar boletines de suscripción y echarse la mano a la cartera.

La cosa -no podemos negarlo- tiene sus ventajas. Quizá no sea muy oportuno recordar hoy, con las nubes de la crisis aproximándose por el horizonte, aquella reflexión de Mises según la cual el progreso económico determina que lo que una vez fue un lujo se convierta, al poco tiempo, en una necesidad perentoria. Pero traerla a colación también puede atemperar nuestro miedo a futuros aprietos.

Lo del clientelismo, sin embargo, pone en evidencia la mercantilización de muchas realidades que sería bueno -y saludable- mantener fuera de la influencia comercial. No se trata de demonizar el dinero; con todo, sabemos, desde hace mucho, lo que ocurre cuando algo, como por ejemplo el sexo, se hace venal.

Aristóteles explicó que la amistad por interés es la más pasajera y fugitiva precisamente porque acaba y concluye cuando la conveniencia se desvanece. Si es el provecho lo que ampara nuestros lazos sociales, seguramente se desanudarán muy pronto, dejándonos a la intemperie cuando más lo necesitemos.

Uno de los ámbitos donde antes llegó el clientelismo fue al político, aunque tuvimos que esperar hasta el siglo XX para que se diera a conocer el modelo teórico de la democracia competitiva. Schumpeter -muy sagazmente- se dio cuenta de que las elecciones funcionan a la manera de un mercado y que las decisiones en las urnas responden a reglas económicas: partidos y electores tratan de maximizar sus preferencias y los votos se pueden interpretar en el lenguaje de la oferta y la demanda.

Una sociedad clientelar es una sociedad necesariamente competitiva porque en ella las ganancias dependen de la fidelidad de los que formamos el mercado. Eso es bueno para los precios -no cabe duda-, pero la rivalidad puede ser incómoda. ¿No les han asaltado durante las tibias horas de la siesta con alguna llamada para ofrecerles mejores ventajas de la compañía telefónica de la competencia?

El problema lo identificó el filósofo americano Michael Sandel en el título de un libro: hay cosas que el dinero no puede comprar. O que desvirtúa. El propio Sandel se refería a un experimento social: para estimular la lectura, un ayuntamiento decidió premiar con un dólar a los alumnos que terminaran un libro. Es verdad que los niños empezaron a leer más, pero cada vez leían volúmenes más anémicos, con pocas páginas. Al fin y al cabo, leer por un beneficio económico ¿no es hacerlo por una razón equivocada, espuria?

Confesaré que estas reflexiones desperdigadas y poco sistemáticas sobre nuestra casi inexcusable vocación de clientes me han venido a la cabeza al reparar en el moderno funcionamiento de los colegios. La competitividad ha salido de los pupitres y de la misma forma que antes los alumnos se peleaban para ser los mejores de la clase, ahora los centros educativos compiten entre sí por estudiantes y familias.

 

Uno llega al colegio y se le abren las puertas como si se tratara de un centro comercial. Que yo recuerde, mis padres apenas pisaron el mío y eso era, por aquel entonces, buena señal. Hoy dirección, jefe de estudios y profesor reciben a demanda, como en las oficinas de seguros.

La distancia condiciona la autoridad, sobre todo en el terreno de la enseñanza. Muchos padres se sienten clientes y acostumbran a defender sus exigencias -incluso las menos formativas- ante el profesor. Este se siente atosigado y en muchas ocasiones se somete servilmente a los dictados de ese extraño mercado. De hecho, los alumnos realizan encuestas de satisfacción al terminar el curso.

Además, resulta asfixiante el ambiente de muchos colegios porque la presencia de padres por los pasillos y despachos es constante. Todo eso resulta perjudicial para la docencia puesto que los que se encargan de enseñar se encuentran permanentemente fiscalizados y enjuiciados. Asómense por un chat y leerán opiniones sobre el claustro que no tienen desperdicio. Lo peor es cuando la consigna de quienes mandan en una empresa educativa es la de contentar, caiga quien caiga y a toda cosa, a los padres. Es grave y preocupante, pero ya saben: también en el cole, el cliente siempre tiene la razón.

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