Cómo diferenciar a un intelectual de un gurú

No siempre es fácil distinguir a quienes más aportan en el debate público frente a los que buscan solo la fama o hacer ruido

Ilustración: Sobrino & Fumero
Ilustración: Sobrino & Fumero

Los intelectuales siempre han sido pesimistas. Y gruñones, como si les costara hacerse cargo de las preocupaciones más prosaicas. En los últimos meses, han desaparecido George Steiner, Harold Bloom y Roger Scruton. Recientemente, nos abandonaba uno de los últimos defensores de la gran cultura europea, Marc Fumaroli. Ninguno vivía de cara a la galería, ni actualizaba su perfil con la obsesión con que lo hacen los influencers. Sus nombres tampoco aparecían en la lista de los libros más vendidos, pero ahí estaban, en la retaguardia de la guerra cultural, apostados en la trinchera y dispuestos para afrontar las arremetidas de los nuevos bárbaros.

“Si algo tenían en común pensadores como Scruton, Steiner o Fumaroli era su hostilidad hacia el relativismo cultural”

Steiner nos vacunó contra el pensamiento light, reivindicando la alta cultura y ayudando a entender el acto de leer como un ejercicio de autocomprensión. También explicó lo que supone la relación entre maestro y discípulo en uno de los ensayos más lúcidos sobre la educación del hombre que se han escrito (Lecciones de los maestros). Bloom, por su parte, se opuso al posmodernismo literario, destacando que los textos tienen un sentido, no infinitos, y tuvo la valentía de fijar un “canon” occidental, tal vez discutible y muy escorado hacia lo anglosajón, pero que, al menos, muestra su vocación universalista.

Desde el punto de vista político, es más sugerente Roger Scruton, quien defendió el conservadurismo como la ideología del sentido común y la mesura, frente a los raptos utópicos del populismo. Vale la pena acercarse a su obra (por ejemplo, a Pensadores de la Nueva Izquierda), no solo para observar el contraste entre su límpida argumentación y la jeringonza de gran parte de la filosofía actual, sino para desconfiar de los nuevos mesías que prometen recetas redentoras.

También Fumaroli estaba enamorado de los clásicos y profundizó sobre la diferencia entre alta y baja cultura. Lo que buscó aportar con su obra, centrada en el análisis de la literatura francesa, es tanto la superficialidad que puede deparar la democratización de la cultura mal entendida, como los abusos de la intervención política en el sector. De hecho, su ensayo El Estado cultural, publicado originalmente en 1991, en el que arremete contra la instrumentalización propagandística de la industria de la cultura a golpe de subvención, no ha perdido un ápice de interés.

"Mientras el intelectual piensa para la posteridad, el gurú mide su influencia en seguidores y likes"

Si algo tenían en común todos estos pensadores era su hostilidad hacia el relativismo cultural, una de las enfermedades más perniciosas de nuestro tiempo. Y su convencimiento de la que excelencia y la vida del espíritu no era un privilegio, sino el horizonte desde el cual la vida humana, toda vida humana, se convierte en única. Para ellos había libros buenos y malos, así como películas más o menos logradas. También culturas sublimes y otras que no lo son tanto. Por eso, su muerte postra a la nuestra en una cierta orfandad y la deja, de algún modo, más indefensa ante quienes abaten arbitrariamente estatuas, condenan tradiciones o amenazan con liquidar el largo y prolífico legado que ellos defendían.

El intelectual, a diferencia del filósofo ocurrente o los showman que se acomodan en los escenarios de una charla TED como si fuera su cátedra, sacude nuestras seguridades, pero también nos encamina hacia una mayor claridad. Adivina los surcos que conducen de una cultura a otra, evitando bombardear los puentes que las aproximan y sin olvidar las flaquezas de la suya. Porque nadie puede valorar lo foráneo si primero no se conoce y respeta a sí mismo. Mientras que el intelectual eleva, el gurú, la figura que hoy más abunda en el espacio público, se erige en profeta de lo políticamente correcto y en juez inapelable del ayer, fiscalizando escrupulosamente el pasado y detectando culpables en el lado equivocado de la historia.

Los libros escritos por los nuevos visionarios adoptan ese estilo condescendiente y terapéutico propio de la autoayuda. Harari, por ejemplo, es casi una suerte de brahmán o de guía espiritual, dotado de un nebuloso aire místico, enviado para recodarnos que somos una especie biológica y que contamos a nuestras espaldas con una tradición mortífera y destructiva. En ese sentido, sus ensayos, desde Sapiens hasta Lecciones del siglo XXI, se dirigen precisamente contra todo ese legado que Steiner, Bloom, Fumaroli o Scruton defendían y reducen la cultura a una mera ficción, una ilusión creada para satisfacer las necesidades biológicas de cooperación.

 

A diferencia del intelectual, preocupado por la verdad o, al menos, empeñado en su búsqueda, el gurú emplea la cultura como medio para autoexponerse. De ahí que la frontera entre este último y el influencer resulte tan borrosa. Unos y otros echan mano del escándalo como estrategia de marketing. Es lo que hace el filósofo esloveno Slavoj Žižek, que no ha despertado aún del delirio marxista y se obsesiona por escudriñar todo lo que huele a liberalismo. Su propuesta de comunalismo globalista es demasiado crítica con el capital, pero no parece muy sostenible.

Mientras que el intelectual piensa para la posteridad, el gurú mide su influencia de acuerdo con el número de seguidores. Es un adicto a los likes. Si se compromete, lo hace con las demandas de hoy, suscribiendo hashtag y difundiendo trending topics, desde el MeToo hasta Black Lives Matter, para ganar adeptos. Donde el intelectual deslumbra y se distancia del sentir común, para ilustrarnos, el gurú expone su cantinela de tópicos.

Obsesionados como estamos por la identidad, necesitamos más que nunca volver a leer a los defensores de nuestra cultura, no solo para cultivarnos, sino para contrarrestar nuestra atávica inclinación al tribalismo. Las hordas no leen, ni conversan; se limitan a blandir sus lanzas. Los intelectuales conocen bien al hombre: ni lo demonizan ni lo endiosan. Así, cuando los pensadores que nos han dejado reivindicaban el valor de la civilización occidental y la objetividad de los criterios estéticos lo hacían no con la fe incondicional del sectario, sino sabiendo que, a pesar de los desencuentros, la cultura occidental había sido capaz de integrar sensibilidades ajenas y convertirse en confluencia de tradiciones y en encrucijada de diferencias.

Cada uno de estos pensadores, con sus idiosincrasias, poseía la vieja erudición que hoy solo encontramos en las enciclopedias. Nos enseñaron que no hay nada más igualitario, por paradójico que parezca, que la alta cultura y nada más liberador que el conocimiento. Sus obras dejan el poso balsámico que encontramos también en los clásicos. Vamos a echarles de menos, aunque solo empecemos a ser conscientes de su pérdida ante la adversidad, del mismo modo que reparamos en que ha desaparecido el paraguas del rincón cuando amenaza tormenta.

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