Cuando la política se vuelve tóxica

Las ideologías campan a sus anchas, todo se convierte en motivo de altercado y vemos al prójimo como un potencial enemigo político

Foto Política tóxica
Llevamos tiempo enfangados en un ambiente poco civilizado y respirando el tufo tedioso de la virulencia política.

Andaba preocupado por el clima de excitación ideológica que vivimos cuando mis hijas me preguntaron por qué los políticos que salen en la tele están siempre enfadados. No recuerdo muy bien qué les contesté, pero supe escurrir el bulto con la torpeza que mostramos los adultos cuando un crío nos desarma con su inocencia. Días después, olvidado el incidente, vi a dos señoras respetables alzando un poco la voz en la calle y adentrándose subrepticiamente en el terreno de la vulgaridad. Hablaban, por supuesto, de nuestra clase gobernante.

Llevamos tiempo enfangados en un ambiente poco civilizado y respirando el tufo tedioso de la virulencia política. Tal vez estamos ya tan acostumbrados a él que no nos damos cuenta de nuestra susceptibilidad, ni de que se ha adueñado de nosotros un estado de ánimo proclive al altercado. Quien milita en un partido tiene cada vez más parecidos con el hincha de un equipo de fútbol. El vecino no es alguien con quien encontrarnos para departir amistosamente, sino una especie de sparring dialéctico, por si acaso nos sorprende una escaramuza la próxima vez que paseemos por el barrio. En resumen: vivimos en un campo minado.

Unos andan a la gresca con otros, se zahieren, y en esa atmósfera es difícil no caer en la tentación de pensar que a los de un lado y a los de otro les interesa sobre todo ocupar sus poltronas, pero mucho menos el bien de los ciudadanos. No sé quién fue el ingenioso que invirtió el famoso dictum de Clausewitz, pero no le faltaba razón al suponer que la política se ha convertido hoy en la continuación de la guerra por otros medios. De vez en cuando, suenan tambores de batalla campal.

“Esta política mesiánica, de buenos y malos, emotivista y extrañamente cainita es peligrosa porque hace imposible la configuración de un proyecto comunitario”

El fenómeno no es nuevo y la toxicidad es acumulativa, llegando a hacer irrespirable el ambiente. Hace tiempo, por ejemplo, que la política colonizó las tertulias televisivas y radiofónicas. No hay nada más encomiable, podría pensarse, que mostrar preocupación por las decisiones que toman quienes nos gobiernan. Lo preocupante es, insisto, la toxicidad y que la cortesía comunitaria vaya perdiendo terreno, abandonando las calles, exiliándose de la tribuna parlamentaria o de los despachos de los ministerios. Se dice que hay una máxima que prohíbe al político reconocer sus errores, pero es más perjudicial esa inquina visceral que torna cualquier speech en una diatriba.

Ahora también los programas del corazón -esos espacios en los que se mercadea con las vísceras humanas con insufrible cinismo- se convierten en un escaño. Y se lanzan mítines y discursos por doquier que envenenan a una audiencia que ha puesto el canal no para adoctrinarse, sino con el fin tal vez de desconectar, lo cual es un manifiesto contrasentido. También las arengas y memes que se despachan a través de los grupos de whatsapp o el vitriolo que dimana de las redes intoxican, nos envilecen ideológicamente, echando leña y más leña al fuego de la furia política.

“Lo preocupante es la toxicidad y que la cortesía comunitaria vaya perdiendo terreno, abandonando las calles, exiliándose de la tribuna parlamentaria o de los despachos de los ministerios”

Se nos dispara a cada instante con mensajes partidistas; se nos conmina, con un impudor que causa sonrojo, a mostrar una y otra vez nuestras preferencias políticas, como si fuera necesario constantemente definirse y tomar partido a cada hora. Vagamos, pues, enardecidos y siempre dispuestos a azuzar la disputa, de modo que solo hace falta que alguien muestre su punto de vista para situarnos, automáticamente, en las antípodas, sin dar posibilidad al primero de exponer sus argumentos.

Esta política mesiánica, de buenos y malos, emotivista y extrañamente cainita es peligrosa por varios motivos. Lo es, especialmente, porque hace imposible la configuración de un proyecto comunitario. Desde Aristóteles sabemos que lo que sacude la estabilidad son las fracciones irreconciliables y los políticos, encargados precisamente de que la nave no se hunda, no escorar a un lado u otro el barco solo por su deseo de llevar la contraria a quienes están en otro lugar del espectro. Los ciudadanos deberíamos mostrarnos perplejos ante la marrullería política y negarnos a convertir todo en arma arrojadiza para vencer al oponente en las urnas.

 

Hemos admitido, sin apenas pensar, la verdad de una proclama muy totalitaria: la que afirma que “lo personal es político”, lo que ha conducido no solo a políticas identitarias cuestionables, sino a interpretar toda nuestra existencia en clave ideológica. De ese modo, ha reverdecido una lucha de clases en la que una forma de vestir o un ademán, un gusto estético o cualquier preferencia personal traslucen supuestamente la afiliación política con mucha más exactitud que cualquier carnet de partido.

Quizá la causa más profunda de esta excesiva politización sea, a fin de cuentas, la pérdida de sentido. Cuando la verdad desaparece del horizonte comunitario, cuando la cultura cercena su conexión con el significado de la existencia o, finalmente, cuando al individuo se le amputa su vínculo con lo sagrado, es necesario que descargue toda su energía y pasión en algo. No es la primera vez que los movimientos sociales se aprovechan de estas fuerzas irracionales y es posible que no hayamos podido todavía superar las secuelas.

El temor que puede existir es que, como ocurrió en el mundo antiguo, esta forma de entender la ideología y la devaluación de la vida política destierre a los mejores de nosotros de los partidos y de las instituciones. Sería una pena que el aire fuera justamente irrespirable para aquellos que más necesitamos y que pueden encaminarnos a una política más civilizada y, en definitiva, más humana.

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