Debo ir a la universidad, pero ¿a qué?

Este mes muchos alumnos eligen el grado que estudiarán en la universidad, en muchos casos preocupados por el futuro profesional que les espera

"Cada vez encuentro a más alumnos atenazados por el miedo y la ansiedad, preocupados por cursar dobles y triples grados"
"Cada vez encuentro a más alumnos atenazados por el miedo y la ansiedad, preocupados por cursar dobles y triples grados"

Esperaba encontrar jardines con estudiantes trajeados y edificios góticos. Cornisas llenas de gárgolas y clases y profesores togados sobre la tarima. Pero cuando llegué a la universidad, me topé con pupitres arañados por historias de amor imposible, corredores blancos y descuidados, como de hospital, y aulas abarrotadas con olor a vagón de Metro.

Todo muy alejado de las películas, como pueden ver, tanto de las que muestran a un catedrático encima de una mesa declamando versos de Whitman, como de esos otros filmes, no sé si más o menos peligrosos, que ubican un surtidor de alcohol y locura en el mismo centro del campus.

“En esa edad en la que se despabila la vocación, lo que hay que cultivar es la tranquilidad y el sosiego, que son las condiciones necesarias para que el ser humano se plantee las grandes preguntas”

Es posible, en realidad, que la lección más importante que quepa extraer de la universidad no se encuentre ni en los libros, ni en crepúsculos interminables de fiesta, sino precisamente en sus escritorios desvencijados y en ese ambiente turbio de fritanga y aguachirle de la cafetería: que es necesario despertar de los sueños porque casi siempre es más fabulosa la realidad que la ficción.

Pensé en todo esto el otro día, cuando me invitaron a impartir una charla a alumnos que se encuentran a las puertas de la universidad. Me imaginé que estarían cansados de dos tipos de discursos: de los que les asustan, sugiriéndoles que la decisión que van a tomar condicionará su felicidad futura, como si se encontrarán en el momento más trascendental de su existencia; y de esos otros más extendidos, en los que un orador en taburete, adoptando el estilo tan estimulante como vacío que refleja TED, les descubre cuál es el grado que deben estudiar si no quieren arroparse con cartones en la calle cuando lleguen a la treintena, al tiempo que aprovecha para cultivar su marca personal.

Yo no fui a Cambridge, pero en la universidad de mi ciudad encontré sabios apasionados por la verdad, amigos que me descubrieron músicas insospechadas, exámenes inaprobables, un bazar de apuntes. Y muchas alegrías, junto con tristezas y fracasos más o menos pasajeros.

Como profesor, cada vez encuentro a más alumnos atenazados por el miedo y la ansiedad, preocupados por cursar dobles y triples grados, analizando las fluctuaciones del mercado laboral como un bróker en busca de rentabilidad. No es mi intención fomentar la negligencia, pero deberíamos alejarnos, como padres y educadores, de la obsesión profesional y del ansia del éxito, cultivando –en esa edad en la que se despabila la vocación- la tranquilidad y el sosiego, que son las condiciones necesarias para que el ser humano se plantee las grandes preguntas.

“Los alumnos se enfrentan a decenas y decenas de disciplinas cada año, sin tiempo ni siquiera para decidir si es mejor elucubrar o aprender a tocar la bandurria. Si no disponen de tiempo cuando son jóvenes, ¿cuándo lo tendrán?”

A los chicos que me escuchaban les recordé lo perjudicial que resultaba para la universidad el itinerario profesionalizante que ha tomado. Por deformación intelectual, les expliqué que la universidad no se había fundado en la Edad Media, ni siquiera en el jardín de Academo, sino que había tenido un origen más prosaico, ridículo y cómico: el foso en que Tales, distraído con sus elucubraciones, había caído.

 

Nuestra cultura, que tiende perversamente al utilitarismo, se parece más, sin embargo, a esa muchacha tracia que, según la tradición, se burló de él, a pesar de que ninguno de los adelantos de los que disfrutamos hubiera sido posible sin la actitud desinteresada y despreocupada de aquel sabio que se lastimó en los albores de la historia.

No sé cuál es el destino que nos espera, pero no soy muy optimista con respecto al futuro de una sociedad que inculca en sus jóvenes una inquietud existencial propia de padres de familia numerosa. No deseo que se me malinterprete. No, no abogo por una suerte de inmadurez permanente. Lo que sugiero es que, obligando a nuestros hijos a elegir carreras supuestamente más provechosas, sin atender a sus inclinaciones vocacionales, es robarles la posibilidad no solo de ser ellos mismos, sino también de descubrir lo que es valioso en la vida, sepultándoles, por el contrario, bajo obligaciones y responsabilidades.

Tal vez lo que quiero decir lo ilustre mejor un ejemplo. Gracias a que antes había pocas asignaturas y éramos más “inmaduros”, podía uno pasar esos años de su vida leyendo como si no hubiera fin, aprendiendo idiomas o aficionándose al deporte. Otros optaban por convertirse en jugadores de mus profesionales. Incluso tuve un amigo que dilató sus años universitarios enrolándose en la tuna.

Hoy, los alumnos se enfrentan a decenas y decenas de disciplinas cada año, sin tiempo ni siquiera para decidir si es mejor elucubrar o aprender a tocar la bandurria. Si no disponen de tiempo cuando son jóvenes, ¿cuándo lo tendrán?

Por último, en mi charla, les comenté que había varias enfermedades, además de la ansiedad y el pasotismo, que han transformado la universidad en algo distinto de lo que es. Por un lado, la tendencia a la especialización. Que se hayan multiplicado los grados existentes, cuando antes solo había cinco o seis, debería dar que pensar.

Pero es que, incluso, poniéndonos pragmáticos, especializarse puede que no sea la mejor idea para encontrar trabajo en el futuro. En primer lugar, porque el mercado laboral, como hemos visto, cambia a un ritmo de vértigo y, en segundo término, porque alguien con una formación sólida y más general es mucho más versátil.

La otra enfermedad es la de la soft skills, que evidencia que la psicología se ha adueñado de muchas esferas de la vida. Necesitamos ciudadanos asertivos, con autoestima y que trabajen en equipo, sí, pero, mucho más, gente con pensamiento crítico. Y adquirirlo no es tarea fácil, porque no cabe en un simple PowerPoint.

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