De la desaparición de la religión a las religiones políticas

El laicismo militante, que ha excluido la religión de la esfera pública, nos ha incapacitado para entender la matriz religiosa de muchas ideologías políticas

Foto Artic Religiones políticas
“En el mundo contemporáneo ciertos movimientos políticos no solo asumen rasgos típicos de las religiones, sino que vienen a reemplazar lo sobrenatural”.

El problema más complicado al que se enfrenta el secularista no es solo lidiar con quienes todavía creen, sino explicar cómo demonios se puede superar un fenómeno tan persistente como la religión. De hecho, entre los expertos, lleva ya años desacreditada la tesis según la cual el progreso social siempre y necesariamente va acompañado de la desaparición paulatina de lo religioso. Es algo que desmiente, por ejemplo, la historia reciente de algunos lugares del mundo.

En cualquier caso, el discurso de quienes se sienten próximos a los prejuicios ilustrados no parece alterarse lo más mínimo. Nunca lo ha hecho. A pesar de que incontables investigaciones sugieren que la religión no solo no fue una rémora para el avance científico, sino que en ocasiones constituyó su principal acicate, los ateos profesionales no han matizado sus opiniones.

Con razón o sin ella, el secularismo beligerante ha ganado gran parte de la batalla: se ha extendido -y un profesor, un médico, un abogado o un político lo pueden ver- un cuidado exagerado a la hora de referirse a las creencias de cada uno, como si el hecho de declararse cristiano, budista o musulmán -o pensar que alguien suscribe estos credos- fuera una invasión de la intimidad. Como si se recelara de lo que la fe implica.

Y uno se pregunta por qué hay que seguir guardando las creencias en el armario más recóndito de la casa y, sin embargo, ponemos con tanto orgullo el cartel de “vegano” o “comprometido con el medio ambiente” en la puerta, para que se vea bien.

“Las nuevas generaciones son casi analfabetas desde un punto de vista religioso, lo cual tiene una dimensión mucho más trágica que la que suponen quienes creen que el desconocimiento de la religión impide a los jóvenes comprender los lienzos que exhibe El Prado”

Ciertamente, hace tiempo que el laicismo marca la agenda y ahora estamos recogiendo muchas de sus frutos personales y políticos. Las nuevas generaciones son casi analfabetas desde un punto de vista religioso, lo cual tiene una dimensión mucho más trágica que la que suponen quienes creen que el desconocimiento de la religión impide a los jóvenes comprender los lienzos que exhibe El Prado.

En efecto, no se trata de saber quién fue Abrahán o el significado de un cordero. Importa darse cuenta de que los símbolos religiosos encarnan el sentido de la existencia y condensan en ricas formulaciones la manera en que el hombre se ha comprendido -y se comprende- a sí mismo. Sin las narrativas religiosas andaríamos huérfanos, desorientados, sin saber muy bien cuál es nuestra naturaleza, los bienes a los que aspiramos o los males que hemos de obstinarnos en evitar.

“Sin las narrativas religiosas andaríamos huérfanos, desorientados, sin saber muy bien cuál es nuestra naturaleza, los bienes los que aspiramos o los males que hemos de obstinarnos en evitar”

¿Y políticamente? Muchos filósofos -Eric Voegelin, Raymond Aron, Cristopher Dawson, entre otros- llamaron la atención sobre lo que llamaban “religiones políticas”, indicando que en el mundo contemporáneo ciertos movimientos políticos no solo asumían rasgos típicos de las religiones, sino que venían a reemplazar lo sobrenatural, aprovechándose del anhelo de los ciudadanos y ofreciéndoles, en un contexto plagado de sinrazón e insatisfacción, algo por lo que vivir, por lo que morir.

 

Quizá alguno pueda pensar que esa interpretación solo es válida para ideologías infectas, como las que llevaron a Europa a la ruina. Pero no es algo exclusivo de ellas. Lo que es seguro es que sin alfabetización religiosa no podemos identificar el riesgo que supone cifrar la salvación -aunque sea una salvación un poco indigente, mundana- en causas de índole política y social.

Nos arriesgamos tanto a echar más leña al radicalismo-no porque la religión sea radical; más bien porque la política no camina entre dogmas-, como a condenarnos a la incomprensión de fenómenos actuales. Sucede con la ideología woke, de resonancias tan teológicas, que ha sabido explotar, con indudable éxito, el anhelo de justicia y mejora social entre los más jóvenes.

Las religiones políticas suponen, además, un retroceso. Mutilan al individuo, suplantando con sucedáneos poco felices el anhelo humano de trascendencia -es decir, silencian una parte de nuestra naturaleza, la que también el secularismo quiere condenar a la insignificancia, como decíamos al principio-. Ynos hacen volver a momentos de la historia serviles, en los que se sacralizaba el poder porque no existían instancias religiosas que contendieran con él.

Necesitamos una “Ilustración” religiosa que nos devuelva el conocimiento y la familiaridad con las grandes tradiciones, aquellas en las que se manifestaba la sabiduría del hombre y la bondad de Dios.

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