El Reino (des)Unido

No anda muy despejada la atmósfera política de la Isla por la distancia creciente entre el interés de las nuevas élites y el grueso de la ciudadanía

“Últimamente la isla desprende un aroma podrido, igual que la Dinamarca de Hamlet”.
“Últimamente la isla desprende un aroma podrido, igual que la Dinamarca de Hamlet”.

Lo inglés despierta la admiración de muchos: desde su historia, su cultura, su forma de conducirse, su sistema político, su literatura, su cine… Sin embargo, últimamente la isla desprende un aroma podrido, igual que la Dinamarca de Hamlet.

De hecho, si se revisan los últimos años, en el Reino Unido lo que más se han producido son disparates. Uno detrás de otro. Se conozca o no su idiosincrasia, y se le reconozcan o no sus aciertos históricos, que esa nación tan prestigiosa esté inmersa en un rosario de calamidades no solo habría de conducir al lamento, sino a pensar si no tendrán razón todos aquellos que, ante los últimos movimientos políticos, anuncian que está cambiando el mundo.

Sin necesidad de suscribir una filosofía de la historia pesimista y sabiendo que eso de que está cambiando el mundo es una obviedad --¿cuándo no ha cambiado? ¿qué es la historia sino ese cambio o perturbación de las cosas?--, conviene prestar atención a las voces que han profundizado sobre la crisis británica para ver si en otras latitudes se están empezando a abrir, igualmente, heridas parecidas.

Parece mentira que el feudo del pensamiento liberal, del constitucionalismo, en el mejor y más egregio sentido de la palabra, se haya convertido en un trampantojo de la política, en una parodia del civismo

Los hechos son conocidos. A estas alturas no es preciso hacer una crónica completa. El órdago lanzado en su momento por el gobierno conservador de Cameron fue, a juicio de muchos analistas, el comienzo del fin. Después se perdió el referéndum sobre el Brexit en una campaña en la que hizo su aparición el emotivismo de la posverdad. Seguramente, cuando se conoció el resultado empezó a tambalearse la fe de muchos en lo que podía esperarse de un antiguo imperio caracterizado -casi siempre- por su pragmatismo y su sentido común. 

Johnson ha sido un desastre, pero no lo han hecho mejor ni sus sucesores ni otros partidos. Parece mentira que el feudo del pensamiento liberal, del constitucionalismo, en el mejor y más egregio sentido de la palabra, se haya convertido en un trampantojo de la política, en una parodia del civismo.

Pero pasemos del plano de las anécdotas -de los hechos- al de las causas y consecuencias. A este respecto, resultan bastantes iluminadores los análisis de Mathew Godwin. Este acuñó hace un tiempo el término “nacional populismo” para hacer referencia a la irrupción en Londres de una nueva afirmación, mucho más excluyente y exagerada, de lo inglés. Aunque polémico, en su último libro, titulado Values, Voice and Virtue, explora las razones del declive que está sufriendo la sociedad y la política inglesa.

No piensen que Godwin se refiere a asuntos o cuestiones propias de la isla. No: la desintegración de la sociedad no nace por el abandono de costumbres autóctonas, como la de tomar el té o el fallecimiento de una reina inmortal. Godwin cree que el problema es la configuración de una nueva élite que vive en un espacio y un tiempo diferente al de la ciudadanía común, o sea, el pueblo.

Y no le falta razón. En lo único en que se equivoca es en pensar que eso es un síntoma exclusivamente inglés. Está ocurriendo en muchos países occidentales y es, también, una de las razones por las que Europa abandona su puesto en la vanguardia geopolítica. Sucede, en realidad, que el bien político no está definido por el interés de la población, por sus valores o sus problemas, sino, al contrario, por los intereses, los valores y los problemas de esa nueva élite marciana.

 

Hoy el bien político no está definido por el interés de la población, por sus valores o sus problemas, sino por los intereses, los valores y los problemas de esa nueva élite marciana

Pensemos en la situación de la clase media o de la clase media y baja. Cuando hay dificultades para llegar a fin de mes, no se tiene acceso a los subsidios, la joya de la corona -el sistema público de salud, el conocido NHS- pierde calidad y envejece o, por ejemplo, se siente que hay imperfecciones en las infraestructuras, es probable que uno se pregunte por qué demonios andan los políticos profesionales discutiendo sobre identidades sexuales insospechadas o se despida a una profesora que se salta los dictámenes woke.

Dicho de un modo más claro: hoy los políticos no son representativos. Y no lo son en el sentido más directo y llano del término: no comparten las preocupaciones del común de los mortales. Eso conduce a la sociedad necesariamente al precipicio porque tanto la agenda política como las decisiones no están alienadas con las necesidades de la población. El riesgo que se corre no es solo el de el desatino, como el de discutir de veganismo o promover la transición de género de los menores, mientras la calidad del sistema educativo se desploma o el paro aumenta, sino también el que la ciudadanía dé la espalda a los políticos y busquen la salvación en otras manos, algo que resulta más inquietante.

Por otro lado, la opinión pública también se alinea con esa clase, de modo que los temas más candentes a uno a veces se le antojan frívolos e incluso hirientes. Se esté de acuerdo o no con Godwin, lo cierto es que su diagnóstico es interesante para aventurar los caminos de la crisis que atravesamos y buscar soluciones a la misma. Con pensar un poco en lo que le pasa al común de los mortales, uno sentiría que votar podría servir para algo. 

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