Hedonismo cabal

Como despedida veraniega, se propone en este artículo una apología del goce existencial

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“Las vacaciones deberían ser la estación del ocio, del gozo intelectual, el momento para ilusionarnos de nuevo con la alegría de vivir ” (Foto de fall maple en Pexels).

Hay filosofías terapéuticas y filosofías salvadoras. Pero también existen corrientes de pensamiento influyentes con efectos insalubres o perniciosos. Y, entre estas últimas, se dan algunas cuyas consecuencias más nefastas pasan desapercibidas, igual que una gripe mal curada que poco a poco se alarga, casi imperceptiblemente, hasta cronificarse. 

Por ejemplo, si se compara el hedonismo con el estoicismo sorprende la mala fama del primero. Nos inclinamos a pensar que Epicuro llevaba una vida disoluta, alejada del ascetismo, y que pacía en un jardín umbrío con sus amigos, obsesionado con la molicie. En cambio, imaginamos a Marco Aurelio insomne, enjuto, buscando siempre el lado más incómodo de la almohada. Y productivistas como somos, valoramos más a este último. 

El esfuerzo, desde Lutero, está sobrevalorado, hasta el punto de que se recela de lo que nos proporciona placer. O de eso tan mediterráneo que es el dolce far niente. Miren Internet y el extraño arraigo de lo estoico. Hay dietas insufribles y retos de dolor inhumano entre lo más visto o descargado. Somos sociedades masoquistas porque creemos que el sacrificio egocéntrico es sagrado.

La sensibilidad más meridional, más latina, es más gozosa. Es cierto que, a este respecto, ha hecho también mucho daño el utilitarismo y no solo porque Bentham propusiera como objetivo de nuestros desvelos “la felicidad del mayor número” o que haya sido el culpable de que hoy tomemos decisiones en función del beneficio o rédito que nos procuran, sino porque también cabe interpretar nuestro puritanismo endémico como una reacción a su convicción de que el placer es subjetivo, personal. A su juicio, la fruición es una cuestión de cantidad y, por tanto, podría ser preferible contemplar grafitis chillones y groseros que pasear por una pinacoteca renacentista.

El esfuerzo, desde Lutero, está sobrevalorado, hasta el punto de que se recela de lo que nos proporciona placer

Llegado estos meses de calor y sosiego, propongo superar nuestra tendencia a la indiferencia estoica y sacar partido a los placeres de la vida. O sea, propongo recuperar nuestra mediterraneidad. Es evidente, por otro lado, que no podemos confundir el regocijo sensual que supone comerse un helado con el goce de una comida con amigos. Ni el frescor en la piel de un chapuzón que la dicha que depara ver cómo, en el atardecer, las nubes algodonosas se incendian en el horizonte 

A lo mejor si viviéramos convencidos de la importancia de adoptar lo que podríamos llamar un “hedonismo cabal”, nuestros rostros cicateros y amargos adquirirían un amable resplandor. Imagínense levantarse por la mañana olvidando nuestras condenas de Sísifo o pensando que el propósito de la jornada es libar ambrosía en el Olimpo. 

El hedonismo cabal no tiene nada que ver con la voluptuosidad, ni exige comprometerse eternamente con el adolescente a punto de hacer erupción que llevamos dentro. Es más bien una actitud de goce, esa sonrisa en el alma que no conoce de edades y que se expresa en un fascinante brillo en la mirada. Dicho de otro modo, es entusiasmo por la existencia.

Para explicar mejor la actitud que invito a cultivar, podríamos leer de nuevo a alguien tan poco sospechoso de sobriedad puritana como Chesterton. El padre Brown es tan inteligente como bondadoso y, si le frecuentan, tal vez terminen pensando, como yo, que la bondad es fruto de la alegría que repuebla nuestro interior, una de las caras más atractivas que origina el agradecimiento.

 

Un hedonismo grosero tal vez lleve a la concupiscencia. Pero el hedonismo cabal atraviesa la carnalidad para llegar al espíritu. Las concepciones del hombre integradoras, como no oponen el alma al cuerpo, tampoco enfrentan la sensualidad a la vida interior, ya que han descubierto que el equilibrio entre una y otra es la piedra de toque del goce, de la dicha. 

Sin demonizar los placeres del cuerpo, podemos recurrir a la diferencia establecida por ese otro ascético de la filosofía que fue Platón, cuando explicaba que, frente a lo más sensual, los placeres del espíritu son más elevados porque no tienen límites. Y pueden aprenderse. Una auténtica educación debería servir para formar nuestra sensibilidad espiritual y ensanchar el alma. Nada que ver con la satisfacción instantánea del deseo.

Un hedonismo grosero tal vez lleve a la concupiscencia. Pero el hedonismo cabal atraviesa la carnalidad para llegar al espíritu

Las vacaciones deberían ser la estación del ocio, del gozo intelectual, el momento para ilusionarnos de nuevo con la alegría de vivir. Apaguen el ordenador y alejen de sus mesillas el teléfono móvil. Dispónganse a redescubrir el tesoro de la existencia. A vivir. Buen verano y hasta septiembre.

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