Homero, víctima de la cultura de la cancelación

Las últimas campañas de la corrección política ponen en entredicho la libertad de expresión y amenazan con destruir nuestros tesoros culturales más preciados

Ilustracioìn Odisea censura
Ilustración: Sobrino & Fumero.

El hombre es un ser de contradicciones: de niños, deseamos hacernos mayores y cuando alcanzamos una edad no dejamos de lamentarnos por la infancia perdida. Ansiamos una meta y no paramos hasta conseguirla, pues ciframos la felicidad en su logro, pero, a medida que nos acercamos a ella, miramos con el rabillo del ojo otros objetivos o deseos. 

También la cultura política es contradictoria, absurda, incoherente. Llevamos desde el siglo XVIII luchando por la libertad, pero nos esclavizan nuestras actitudes y nuestra querencia a someternos a todo poder con actitud paternalista. Es como si la libertad se nos escurriera entre los dedos de las manos y se nos escapara la fuerza de su ideal por la boca. 

Por paradójico que nos parezca, la libertad que más amenazada se encuentra hoy es la de expresión, la antesala, por cierto, de otra más profunda, que es la libertad de pensamiento. La llamada cultura de la cancelación rastrea con la minuciosidad de un inquisidor la esfera pública e identifica aquellas manifestaciones u opiniones que resultan ofensivas, imprudentes o ultrajantes de acuerdo con los valores más cotizados de la corrección política. 

Si lo hace es con el fin de sacar los colores a quienes no se alinean con la ideología oficial e iniciar una campaña de acoso y derribo contra ellos. A todos nos gustaría ser más independientes, pero en nuestra sociedad del marketing y las redes quien marca la directriz no es el CEO, sino el Community Manager. Empresas, entidades públicas y culturales, influencers e intelectuales, dependen del público para subsistir. No es de extrañar que hoy sea más fácil que nunca sucumbir a las presiones. 

Pero el censor posmoderno no solo husmea las expresiones contemporáneas. Tanto sus pataletas como su actitud acusica se retrotraen hasta los albores de la cultura. En Estados Unidos, los nuevos catones han lanzado una campaña en Twitter y otros medios bajo el lema #DisruptTexts para purgar con su celo reprobador obras clásicas que consideran machistas, sexistas, capacistas, etc. Es decir, que incurren en cualquier “ismo” execrable para su mirada puritana. 

El último en ser llevado al paredón ha sido el bueno de Homero, a pesar de no sabemos a ciencia cierta si existió. Los modernos pudibundos ni siquiera han tenido en cuenta su ceguera y ahora una escuela del vanguardista Estado de Massachusetts ha decidido volver a las cavernas eliminando de los planes de estudios la Odisea. A su juicio, solo servía para instilar en la inocente mente de los más pequeños valores pérfidos y venenosos. Algo intolerable, como pueden suponer.

Quienes dirigen la cultura de la cancelación han presentado la decisión como una victoria absoluta. Pero no deja de ser hiriente que desterremos al pobre y barbado Homero de las aulas cuando, como reconocía Platón, la Odisea y la Ilíada fueron los principales libros de texto de los griegos. La cultura helénica, que es nuestra simiente, nació al calor de aquellos cantos. 

A través de los héroes que lucharon en Troya, los griegos recibían enseñanzas imborrables sobre el valor, la tenacidad y el honor. Desde entonces no podemos pensar la amistad sin Aquiles y Patroclo. Y si nos preguntan por la encarnación de la astucia, seguramente Odiseo será el primer nombre que nos venga a los labios. Del mismo modo, la bella Penélope ha quedado para la posteridad como símbolo de persistencia y fidelidad. 

Somos hijos de Homero y, por ello, su exilio equivale a la deportación de uno de los emblemas más importantes de nuestra identidad cultural. Personalmente, no me preocupa porque confío en que el antiguo aedo resista a este embate de irracionalidad con la misma fortaleza que lo ha hecho a la historia. Pero que el mundo educativo y editorial se estén plegando a esta locura debería suscitar una profunda reflexión.

 

Y, afortunadamente, lo ha hecho en cierto modo. En los últimos meses se han publicado manifiestos esperanzadores que, precisamente, denuncian la intolerancia de la cultura de la cancelación y la necesidad de asegurar la libertad de expresión en la esfera público. Las declaraciones, como la firmada en la revista Harper’s por intelectuales no sospechosos de inclinaciones conservadoras, entre los que destacan Noam Chomsky, Anne Applebaum o Steven Pinker, lamentan que los anatemas que se están lanzando menoscaban el debate y solo sirven para alentar la intransigencia tanto en un lado como en otro del espectro político.

Pero ¿qué se puede hacer ante estas tendencias? Por un lado, lo importante es mantenerse a salvo de las presiones y no ceder ningún resquicio de espacio a la dictadura de la corrección política. Por otro, en la medida de lo posible, apoyar a quienes, ya sean instituciones o personajes públicos, se enfrentan a ella, sin renunciar nunca al civismo. Aunque, a decir verdad, tal vez no haya mejor remedio que cultivar nuestra resistencia frecuentando a aquellos clásicos cuya voz la nueva censura pretende silenciar. 

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