Inmortalidad y nada

Terapias y fórmulas milagrosas prometen alagarnos la vida, olvidando que somos finitos y esencialmente mortales

"Los transhumanistas sueñan con datar el momento en que la muerte pasará a formar parte de la historia".
"Los transhumanistas sueñan con datar el momento en que la muerte pasará a formar parte de la historia".

Ni siquiera la pandemia ha servido para reconciliarnos con la muerte. Resulta difícil, en verdad, que podamos asumir nuestra finitud rodeados de ansia de consumo y de realidad virtual. De hecho, se piensa, equivocadamente, que la muerte es una derrota absoluta de la medicina, como si el objetivo de este arte milenario fuera absolvernos de la contingencia y no acostumbrarnos a vivir con ella de la mejor manera posible.

Los transhumanistas sueñan con datar el momento en que la muerte pasará a formar parte de la historia, como se han convertido en pasado las madrugadas sin luz eléctrica o las películas interrumpidas por la publicidad. Borges dijo que todo hombre piensa que será el primer inmortal y no cabe duda de que así deben cavilar los multimillonarios que congelan sus cuerpos en inmensos hangares.

Hay quien relaciona este deseo de inmortalidad con las promesas religiosas, pero la fe suele ubicar al individuo futuro en otro mundo. Existen otras propuestas, como la transmigración de las almas, tan antigua como las pinturas rupestres, pero seguramente el sujeto contemporáneo tiene reticencias ante la posibilidad de reencarnarse en un insecto. Si para algunos es inimaginable el juicio final porque no cuentan con la posibilidad de elegir libremente a su abogado ni de comprar al jurado, meterse bajo el caparazón, por ejemplo, de un ínfimo crustáceo, debe antojárseles el colmo.

Los científicos han visto en el estudio de la longevidad un suculento negocio. Desde que Leonard Hayflick descubrió que la vida de las células depende de los telómeros, que determina el número de veces que aquellas pueden dividirse antes de morir, las investigaciones para alargar la longitud de esa secuencia de ADN no han dejado de proliferar. El sesentón de sonrisa profidén, cuerpo atlético y tez reluciente ha invertido, con toda seguridad, gran parte de su tiempo en combatir el sedentarismo; probablemente, sus comidas estén llenas de verduras y ha luchado férreamente contra el estrés. Dicho de otro modo: está ahíto de teloramasa.

Ahora bien, no se dejen embaucar: también los ancianos musculosos y llenos de vitalidad serán pasto de los gusanos, tarde o temprano. Y aunque lo parezca, esta no es una afirmación de Perogrullo. Si lo fuera, en octubre pasado no se hubiera quedado paralizada en Suiza la audiencia que asistía a un encuentro sobre longevidad, donde diversos investigadores y compañías presentaron sus hallazgos más recientes para alargar la vida.

“No se dejen embaucar: también los ancianos musculosos y llenos de vitalidad serán pasto de los gusanos, tarde o temprano”

Antioxidantes, pócimas milagrosas, vitaminas…o sea, un conjunto de productos milagrosos que uno esperaría ver publicitadas en teletienda en esas noches de insomnio que pasa buscando adormecerse con la pantalla de fondo. En un momento dado del encuentro, entre promesas y promesas, tomó la palabra Charles Brenner, un científico reputado, con trabajo importante a sus espaldas, pero conocido principalmente por su escepticismo en estas cuestiones. Lo que dijo heló al auditorio porque le vino a confirmarles un temor antiguo: no es posible detener el envejecimiento.

Brenner es bioquímico y pasa los días en un laboratorio de Los Ángeles. En su conferencia intentó confirmar sus ideas examinando muchas de las terapias regenerativas. No duda de que, relacionado con ciertas investigaciones efectistas, se está desarrollando una línea, de mayor realismo, que tiene como objetivo mejorar la calidad de vida de las personas de mayor edad. Esto redunda en un aumento de la esperanza de vida -aunque hay que precisar que la media en Estados Unidos es inferior a la de países europeos-, pero la vida acaba. Hay que asumirlo.

Brenner ha sido especialmente crítico con David Sinclair, biólogo de Harvard, cuyo libro Alarga tu esperanza de vida (Grijalbo, 2020), ha sido un auténtico bestseller. Para él, la inmortalidad está asociada a una proteína, la sirtuina, que se encuentra en el vino tinto, la canela o el cacao. Pero en su ensayo es difícil diferenciar lo que escribe movido por su entusiasmo de lo que es resultado de su estudio con el microscopio. Para Brenner, de hecho, el problema es que quienes se dedican al estudio de la longevidad y cómo atajarla saben que profecías asombrosas pueden ser especialmente útiles para atraer financiación.

 

“Quienes se dedican al estudio de la longevidad y cómo atajarla saben que profecías asombrosas pueden ser especialmente útiles para atraer financiación”

La eterna juventud es un ideal tan perenne en la historia humana como la realidad de la muerte. A afrontar esta se ha dedicado también la filosofía; no hay más que leer algún diálogo de Platón para saber con qué nobleza bebió Sócrates la cicuta, esperando la recompensa de los dioses. A la negativa de la ciencia por reconocer el hecho de nuestra propia finitud y muerte se añade una cierta orfandad cultural que nos impide encarar con sentido el final de nuestro viaje.

Antes nos ayudaba la religión, claro está. Pero también los relatos y las tradiciones. Piénsese en Aquiles, que para elegir su destino estuvo cavilando sobre la muerte. La renuncia a integrar la finitud se refleja en muchas actitudes: la asepsia de los fallecimientos hospitalarios, la poca atención a los cuidados paliativos, la escasa presencia en los tanatorios o el rápido olvido de quienes nos precedieron, a los que no se rinde homenaje en los cementerios. O la falta de duelo. ¿No es esto una evidencia a reconocer lo que somos, tierra, polvo, humo, nada?

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