La ironía de la autenticidad

Estamos obsesionados con ser auténticos y no dejar de ser nosotros mismos, pero cada vez somos más parecidos a los demás y nos encontramos más vacíos

"El esfuerzo por ser uno mismo es el camino más seguro para ser como todos los demás"
"El esfuerzo por ser uno mismo es el camino más seguro para ser como todos los demás"

La mejor forma de conocer a alguien es mirando su perfil o estado de Whatsapp, que es lo más parecido a un diván freudiano. Deslizamos por ahí imágenes o emoticonos y el público lee, como quien descifra el futuro en los posos del café, nuestras patologías identitarias. O emocionales. A veces se puede tener la sensación de que, antes justo de levantarse, el individuo posmoderno consulta el calendario para conocer la identidad con que se revestirá ese día, a tenor de las celebraciones oficiales: el día de la mujer, el del trabajo, el de los pobres esquimales, el de la cerveza, y así. 

Bauman cosechó un éxito sin precedentes al comparar el tiempo que vivimos con lo líquido y es indudable que la metáfora, además de provechosa para él, refleja la precariedad y fugacidad del yo contemporáneo. Un líquido es algo voluble, antojadizo, inconstante. Algo que adopta diversas formas, como se supone que hacemos nosotros, que podemos ser padres de familia de lunes a viernes y adolescentes desenfrenados la noche que toca fiesta. Pero somos líquidos en un proscenio y observamos escrupulosamente las indicaciones del apuntador. Hay quien se esfuerza tanto que ni en la intimidad de su alcoba se desprende de su careta. 

Al mirar fotografías viejas, atisbo una diferencia inquietante entre el semblante de mi padre a la edad que tengo yo ahora: de algún modo, él sabía quién era, mientras que yo parezco un niño a la zaga de mi propia identidad. Es como si, ya crecidos, incluso en el mismísimo momento de la jubilación, pasáramos las noches en vela preguntándonos qué demonios queremos ser. 

Los críticos culturales siempre han sospechado de esta obsesión por la identidad, sugiriendo que puede ser una estrategia capitalista para lucrarse hasta de nuestro mecanismo psíquico. Y no cabe duda de que un yo débil, renuente a aceptar su papel en la tragicomedia de la vida, es una presa fácil para las alimañas que transforman la desesperación en un negocio o promueven una suerte de consumismo identitario. Porque es evidente que las identidades cotizan en el mercado y que son asunto ahora de una gran red de merchandising: hay quienes se han hecho multimillonarios fabricando pins o banderas para apaciguar la inseguridad existencial. 

Puede que lo que nos caracterice sea la falta de conclusión, es decir, la preocupante facilidad con que nos disponemos a abandonar en el ocaso de la vida este mundo sin haber dejado nunca de ser esbozos. En este sentido, Alexander Stern en un artículo publicado por Aeon aborda la relación entre nuestras identidades lábiles y el fraudulento culto a la autenticidad. Y es que es paradójico que se nos conmine “a ser uno mismo” en un contexto tan fugaz, pasajero y cambiable. “Pasamos nuestra juventud -sostiene este autor- tratando de descubrir quiénes somos; nuestros últimos años, empeñándonos en ser fieles a nosotros mismos. Y el tiempo intermedio entre la juventud y la vejez, en una crisis permanente, preguntándonos si somos realmente quienes pensamos”. 

Pero esta no es la principal ironía. Tal vez sea cierto que, antiguamente, las identidades eran más rígidas, pero la mercantilización del yo ha dado lugar a la más pobre homogeneización. Quienes acusan a nuestros antepasados de no poder elegir el lugar que ocupaban en el mundo, harían bien en preguntarse qué o quién es el que decide el que ellos habitan hoy. “El esfuerzo por ser uno mismo es el camino más seguro para ser como todos los demás, especialmente en el marco de una cultura muy mercantilizada y vigilada, en la que siempre de algún modo nos encontramos bajo los focos”, afirma Stern

“Un yo débil, renuente a aceptar su papel en la tragicomedia de la vida, es una presa fácil para las alimañas que transforman la desesperación en un negocio o promueven una suerte de consumismo identitario”

Filosóficamente hablando, el itinerario que conduce a esta problematización de la identidad es largo e intrincado y nos obligaría a referirnos a autores como San Agustín, Hume o Sartre. Pero de fondo aparece un estribillo constante en la historia de los últimos siglos que tiene que ver con la farsa de la autonomía. El sujeto moderno es, se mire por donde se mire, un rebelde que destruye los puentes que le conectaban no solo con Dios, sino con la realidad circundante. De lo que no se percata es que nadie puede existir suspendido en el vacío. 

La mejor corriente que refleja la senda de la identidad contemporánea es el existencialismo. Lo que ha ocurrido es que la cultura de masas ahoga esa angustia que, de acuerdo con Kierkegaard, se adueña del hombre cuando contempla el infinito horizonte de su libertad. Un filósofo del mismo tenor -me refiero a Pascal- fue más allá al afirmar que apagamos la congoja de una existencia vacía enfrascándonos en juegos y entretenimientos. El objetivo: olvidarnos de nuestras perturbaciones.

 

De hecho, según apunta Stern, en comparación con otras culturas, nuestra preocupación por la autenticidad es un lujo extraño. En otros hemisferios, el hombre no se mira su ombligo para autorrealizarse, ni se ensimisma para precisar patológicamente qué curso de acción es más auténtico o más expresivo, sino que sale fuera de sí y encuentra otros derroteros, menos individualistas, para construir su identidad. 

Cristopher Lasch escribió hace ya bastantes años un ensayo, La cultura del narcisismo, en el que ofrecía análisis valiosos. Por ejemplo, creía que cuando el yo se convierte en un fin en sí arraiga el narcisismo, pero conectaba este culto a la identidad con la industria de la autoayuda. También Stern constata, con cierta pesadumbre, tal y como hemos visto, que cada vez somos más iguales y que prolifera una identidad posmoderna monolítica. Incluso el revolucionario es un conformista. “En lugar de tratar de aceptar nuestra libertad radical, la ‘autenticidad’ nos impulsa a una conformidad rebelde que busca constantemente la rutina de ejercicios, la marca de ropa o la postura política que define realmente ‘quien soy yo’”. 

“Puede que lo que nos caracterice sea la falta de conclusión, es decir, la preocupante facilidad con que nos disponemos a abandonar en el ocaso de la vida este mundo sin haber dejado nunca de ser esbozos”

En definitiva, tanto el culto a la identidad como al yo está dificultando que nos encontremos precisamente con nosotros mismos. Para Stern, la cultura virtual puede agudizar este proceso porque nos sitúa en el mismo centro del mundo y nos dispensa del poder de modular el entorno a nuestro antojo. Frente a ello, sugiere que si deseamos “ser auténticos no tenemos más remedio que reconocer con ironía y humildad nuestras limitaciones y la necesidad de esforzarnos, sin desesperarnos”. 

La insistencia en autorrealizarse y ser uno mismo ha hecho que cayera en el olvido una noción con un profundo sentido antropológico: la vocación. Mi recomendación es, pues, que nos bajemos, en primer lugar, del escenario y nos desvistamos de nuestro vestuario de actores. En segundo lugar, que nos convenzamos de que el camino hacia nosotros mismos pasa inexorablemente por los otros. Y, por último, que avivemos ese fuego interior que nos revela a qué estamos llamados.

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