Ironías de la cultura de la cancelación

El puritanismo ideológico puede perjudicar a quienes desea defender y conculcar los derechos de quienes piensan de modo diferente

“La cancelación nos instala bajo el hechizo de un mundo en el que cualquier sujeto puede verse obligado a defenderse de una acusación que desconoce”.
“La cancelación nos instala bajo el hechizo de un mundo en el que cualquier sujeto puede verse obligado a defenderse de una acusación que desconoce”.

Hasta ahora la mayoría de los críticos con la cultura de la cancelación han pasado por alto su rasgo más escandaloso e irónico. Se subraya, por ejemplo, que generaliza la sospecha, que incide en discriminaciones casi imperceptibles, que multiplica la sensibilidad ante las injusticias o infla los derechos, convirtiéndolos en algo tan insustancial y liviano como un globo de helio. O también que, de acuerdo con sus dictados, todos somos culpables de algún pecado mortal e inconfesable, salvo que se demuestre lo contrario.

Se presta menos atención, sin embargo, a su inquina parricida y a su espíritu kafkiano. La cancelación nos instala bajo el hechizo de un mundo en el que cualquier sujeto puede verse obligado a defenderse de una acusación que desconoce, como en El proceso, así como a abrir puertas que solo conducen a otros umbrales. Pero esta ideología posee además algo de saturnal, pues devora, como el dios pagano, a sus propios hijos.

Seguramente Bright Sheng pensó que lo vivido hace unas semanas no era más que una pesadilla, un mal sueño, y tal vez hoy ande todavía pidiendo a sus amigos que, por el amor de Dios, le pellizquen para despertar de su mala noche. Pero no; lo que le sucedió fue real. Sus alumnos del seminario de música que imparte en la Universidad de Michigan se levantaron en armas cuando, para abordar el tema de estudio -un repaso por las representaciones de Otelo, de Shakespeare a Verdi- eligió la película de 1965, en el que Laurence Olivier, con la cara pintada, encarna al protagonista de la obra.

Sheng pidió rápidamente disculpas y se lamentó de su torpeza que lo sitúa en el bando del racismo, aunque también añadió en sus declaraciones que hasta ese momento no había oído hablar de la “cultura de la cancelación”. De hecho, si eligió el filme de Stuart Burge fue porque, a su juicio, era el más fiel al original. Con todo, para los estudiantes era inaceptable el cross-casting, ya que consideraban una lesiva e improcedente apropiación cultural elegir para un papel a alguien sin que coincida la identidad entre actor y personaje.

Cabe pensar que apropiación cultural es lo que lleva haciendo el hombre desde que bajó de los árboles y decidió andar erguido. Hay que ser muy malpensado para suponer que esa costumbre tan humana de ponerse en el lugar del otro tiene siempre el objetivo de suplantarlo o acaso de humillarlo, cuando en la mayoría de las ocasiones se trata de un atajo para comprender mejor al prójimo y averiguar cómo se dibuja el horizonte desde su altozano. En resumen, no hay nada más terapéutico para curar la supremacía que calzarse los zapatos de quien es diferente a nosotros.

Sheng, en efecto, debió de pensar que se había transformado sin quererlo en un personaje de un relato de Kafka. Y, aunque cambió el seminario, declinó hacer más declaraciones. Yo siento la misma perplejidad y he de confesar que no alcanzo a comprender qué tipo de racismo puede suponer el blackfacing de Olivier, distinto al que tiene por objetivo ridiculizar o humillar a las personas.

Además, el músico no es sospechoso porque él mismo pertenece a la minoría asiática y se instaló en Estados Unidos huyendo de la represión china. De ahí la ironía de la cancelación, que por su puritanismo puede acabar cancelando a quienes cree defender. Pregúntenselo a Kathleen Stock, profesora de la filosofía de la Universidad de Sussex y una de las últimas víctimas de la corrección política.

Stock suscribe la ideología progresista; es, además, feminista, y ha reconocido públicamente su condición homosexual. Ahora ha pasado a engrosar esa lista ya casi infinita de profesores y académicos que están siendo apartados de su cátedra por su ideología y la osadía de cuestionar los dogmas posmodernos; en concreto, los relacionados con el género. Su herejía ha sido explicar que la biología cuenta y que, en algunas circunstancias, como el deporte o las cárceles, debería primar frente a la elección subjetiva de la identidad sexual.

Aunque los alumnos y activistas llevan unas semanas reclamando su despido y acosándola tanto en el campus como en las redes, se han producido reacciones defendiendo su derecho a expresarse libremente. El disenso de por sí no promueve la transfobia. Las ironías en este caso se acumulan. Stock se ha convertido en víctima de la cultura de la cancelación. Por otro lado, esta cruzada en defensa de la corrección política pueda terminar con la discusión académica y los foros de debate, tan necesarios para el avance del conocimiento y detectar otras injusticias.

 

Lo que no se acaba de entender es que quienes se han erigido en defensores de los derechos conculquen con tanta impunidad los de quienes piensan de modo diferente. ¿Por qué estamos tan preocupados por la libertad de expresión en países europeos supuestamente díscolos y, sin embargo, no nos preocupamos por las víctimas que el sectarismo ideológico está dejando en las universidades inglesas o americanas? Son paradojas de la cancelación, que lanza nuevos interdictos y promueve, desgraciadamente, nuevas exclusiones. Una lástima.

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