Karl Kraus o cómo combatir las patrañas de la ideología

El periodista se enfrentó en solitario a la corrupción de la sociedad de Entreguerras con la única fuerza del ingenio

"Como los muy inteligentes, Kraus tenía el don de la inoportunidad y eso es precisamente lo que sacaba de quicio a la opinión pública" (entre comillas).
"Como los muy inteligentes, Kraus tenía el don de la inoportunidad y eso es precisamente lo que sacaba de quicio a la opinión pública" (entre comillas).

Un gran personaje, sin trampa ni cartón, es aquel que está a la altura de sus mitos. El que tiene una personalidad tan acusada -o imprime su huella genial, dejando algo milagroso en todo lo que toca- que hasta lo inverosímil, en su caso, se torna creíble, razonable, coherente con su idiosincrasia.

Se cuenta que Simone Weil murió de hambre, pero voluntariamente, ya que se negó a llevarse algo a la boca en solidaridad con quienes no podían llenar su estómago en la Francia ocupada. Y uno ve a Weil, tan pequeña, con las manos desaparecidas en el mono con que la fotografiaron en Barcelona, etérea, anonadada, y se convence de que no pudo morir de otro modo.

“Kraus era un analista profundo y se esmeraba en el uso del lenguaje, exigiendo a quien lo empleaba un determinado temple moral”

Las leyendas, sin embargo, no tienen por qué se tan trágicas. Las hay amables, enternecedoras. O simpáticas, invitándonos a sonreír. Como la que se cuenta del chófer de Einstein, que reemplazó al Nobel en una conferencia con tanto ingenio y desparpajo que sin duda merecía compartir con él el galardón. O la de Alan Greenspan, el expresidente de la Reserva Federal, quien al parecer fue tan tímido a la hora de pedir a su esposa en matrimonio que ni siquiera se dio por aludida.

También sobre Karl Kraus, que elevó el periodismo a obra de arte y a género filosófico, circulan cuentos. Se dice que el medio más prestigioso de Viena, el Neue Freie Presse, no cubrió el funeral de una personalidad del Imperio por no mencionar a Kraus, presente en las exequias, que sacaba casi a diario los colores a la prensa sensacionalista.

“No hay ideología que resista al sarcasmo porque las patrañas, las mentiras o la podredumbre moral se desintegran con el aguijón de una caricatura bien pensada”

Lo fantástico es que, sean verídicas o no, tampoco ninguna de sus extravagancias hubiera extrañado a los suscriptores de la revista satírica que dirigía, La antorcha, y que editaba prácticamente solo, sin perder el rigor ni la brillantez, para demoler los clichés culturales y políticos que enlodaban la opinión pública.

Kraus era un analista profundo y se esmeraba en el uso del lenguaje, exigiendo a quien lo empleaba un determinado temple moral. Su sensibilidad ética y estética fue un don que le ayudó a descubrir la futilidad de los medios de masas y a alumbrar aquellos rincones a los que apenas llegaban las luces de la civilización.

Vivió en un tiempo de transición, en las primeras décadas del XX, con Austria-Hungría boqueando y la sociedad arrojándose por la pendiente de la superficialidad y la hipocresía. Era el momento de los estertores y las turbulencias y en esa Viena, en la que imaginamos que los valses salían por las ventanas de los edificios, con tantos cafés como conciertos, Kraus asistía a los últimos compases de un mundo -el mundo de ayer, como dijo Zweig, otro de sus cronistas-, sin avistar tierra para salvarse.

 

Hay, sin embargo, una Viena oscura, sumida en un magma de penumbras y secretos que, en gran parte, es otro de los factores que contribuyen a explicar esa vitalidad cultural que hoy, a un siglo de distancia, aún nos sigue fascinando. Dicho de otro modo: además de paseos luminosos y avenidas majestuosas, hay callejuelas donde se apostaban prostitutas, salas de juego vigiladas por prestamistas y delincuentes cobijados a orillas del Danubio.

Kraus se enfrentó con el engreimiento burgués y no se lo perdonaron. Hizo en Viena lo mismo que Sócrates con la “prístina” Atenas: zumbar detrás de las orejas de los hipócritas, los orgullosos y los puritanos, siendo ese moscardón impertinente que nos sobresalta en la hora de la siesta. Como el maestro de Platón, poseía agudeza e ingenio. Y, al igual que él, era un maestro de la sátira y de la parodia: ahí están sus crueles bromas con la impostura nacionalsocialista y la aguda forma en que ridiculizó la parafernalia de las camisas pardas, sus discursos altisonantes y la jerga pomposa con que disfrazaban el crimen y la futilidad.

Como los muy inteligentes, tenía el don de la inoportunidad y eso es precisamente lo que sacaba de quicio a la opinión pública, a la comodidad burguesa y, a fin de cuentas, a la moda. Su encomienda fue echar sal en la herida más sangrante de cualquier sociedad: la hipocresía. Los artículos que dio a conocer enLa antorcha muestran que no hay ideología que resista al sarcasmo porque las patrañas, las mentiras o la podredumbre moral se desintegran con el aguijón de una caricatura bien pensada.

¿Quiere eso decir que fuera él incólume? Al contrario. Su figura nos enseña que la integridad no es tanto la cualidad que encarnan quienes jamás han comido del maldito árbol del Edén como la conciencia de que a todos nos esclavizan defectos ineluctables y precisamos de redención, pero que ni una cosa ni la otra sirven para disculpar el pecado.

Kraus fustigó a derecha e izquierda. Jamás se casó con nadie y anduvo de puntillas por las ideologías, sin mancharse. Fue, al mismo tiempo, un heredero y un precursor: lo primero, porque hizo suyo un legado inmemorable de crítica social. Y lo segundo porque supo ver, un poco antes de Orwell, la profundidad a la que llegaba el emponzoñamiento del lenguaje.

Releer hoy al Kraus satírico es un ejercicio terapéutico. Él se apartó conscientemente del periodismo de masas y lo ennobleció asumiendo que constituía un medio de civilidad. Nos enseñó que la corrupción del lenguaje es el síntoma de que algo no funciona en la estructura del espíritu. Además del periodismo y los “opinadores”, el psicoanálisis fue otra de sus bestias negras; de hecho, dedicó al invento freudiano uno de sus más ocurrentes aforismos: “El psicoanálisis -dijo- es la enfermedad espiritual de aquellos para los que el psicoanálisis se considera a sí mismo la cura”. Para grabar en piedra.

¿No hubieran sido nuestras estupideces y nuestras guerras culturales dianas envidiables para él?

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