Leer por vicio

Los expertos insisten en las bondades de la lectura y la importancia de que los niños lean, pero leer por obligación puede apagar la inclinación natural por los libros

El último Premio Nobel de Literatura
Es muy difícil que el que se acostumbra a leer por obligación se transforme en un lector auténtico.

Hay vicios tan destructivos que nos dejan sin ganas de hacer nada o nos despersonalizan. Y otros que se agotan y mueren en pocos segundos o que producen una especie de hartazgo en el alma. Pero también los hay voraces y que crecen a cada instante, que nos azuzan siempre con mayor intensidad sin que encontremos modo alguno de apaciguarlos.

A esta última clase pertenece el vicio de la lectura. O, por ser más generales, el vicio de la cultura, que es, como indica Edith Warton en un opúsculo memorable -El vicio de la lectura, editado por El Barquero- uno de los más difíciles de erradicar, no porque, como hemos dicho, nos espolee de forma más vehemente, sino porque se trata de ese tipo de vicios que popularmente se consideran, irónicamente, virtudes.

Al igual que sucede con otras palabras, como, sin ir más lejos, “democracia”, “lectura” o “cultura” se han convertido en términos fetiches que dan una pátina de indiscutibilidad a cualquier discurso, hasta el punto de encumbrarlo.

¿Quién mostrará arrojo suficiente para cuestionar el dogma pedagógico de la lectura? Los padres escrupulosos nos disponemos cada tarde a cumplimentar con nuestros hijos cansados los diez minutos o algo más de lectura preceptiva que, dependiendo de la edad, recomiendan los profesores. No quiero hacer herida, pero me pregunto si todos los adultos, incluyendo los expertos que aconsejan un tiempo diario de lectura, leen al menos media hora diaria, sin contar el tiempo que dedican a la lectura profesional…

Es muy difícil que el que se acostumbra a leer por obligación se transforme en un lector auténtico, es decir, en aquel alguien para el que leer es algo tan familiar y frecuente como respirar. Leer por obligación se puede convertir en un hábito, como lavarse los dientes, algo que se hace por inercia y sin necesidad de abrir los ojos.

El lector mecánico no entiende la lectura como un placer. Lo que le obsesiona es la utilidad y el rédito que, según los expertos, le depararán los libros

En su hermoso ensayo, Warton combate no la corrección política, sino lo que podríamos llamar la corrección cultural, tan perniciosa como la primera. Diferencia, así, al buen lector, para quien tocar un libro no es nada sagrado, sino su día a día, del lector mecánico, que se adentra en las páginas de un volumen por el prurito de adquirir un hábito considerado socialmente encomiable. Quien actúa de este último modo contabiliza fielmente lo que lee y estipula al milímetro el tiempo que ha pasado enfrascado en una buena historia. Es tan cuidadoso que se escandaliza si alguien se salta una página o deja sin terminar un libro, costumbres propias del lector empedernido, por cierto, para el que no tiene sentido aplicar el cálculo en la pasión, como no lo tiene en el amor.

El lector mecánico no entiende la lectura como un placer. Lo que le obsesiona es la utilidad y el rédito que, según los expertos, le depararán los libros. Es de esos que anuncia a bombo y platillo que se embaula más de 52 libros al año, aclarando a los malpensados que no elige los títulos por el número de páginas. Tiene una lista de los libros que toda persona debe leer y tacha, con la misma rigurosidad con que contabiliza el tiempo que sus hijos leen, los clásicos que concluye.

“Para el lector mecánico -explica Warton- los libros, una vez leídos, no son cosas que crecen, echan raíces y tienen ramas que se entrelazan, sino que son como fósiles etiquetados y guardados en los cajones del armario de un geólogo (…) Para una mentalidad de este tipo, los libros nunca hablan entre sí”.

 

No hay nada más antitético para cultivar el placer de la lectura que convertirla en una obligación, como parece que estamos empeñados en hacer

El lector mecánico es el fruto más palpable del equívoco que existe sobre la lectura. La enseñanza y los medios de comunicación insisten en sus bondades, de modo que se ha impuesto y generalizado la “obligación” de acercarse a los libros. El otro día me contaron que nada más y nada menos que Warren Buffet ha comentado en numerosas ocasiones que la clave del éxito consiste en leer mucho.

Warton se pregunta: “¿Por qué deberíamos todos ser lectores? No se espera de todos nosotros que seamos músicos, pero debemos leer; y así, los que no pueden leer creativamente leen mecánicamente”. Bien pensado, sin embargo, no hay nada más antitético para cultivar el placer de la lectura que convertirla en una obligación, como parece que estamos empeñados en hacer.

El virus de la lectura, como el de la cultura, invade a aquellos que tienen una particular disposición genética. Es posible que machacar cada día a los niños con la necesidad de que cojan un libro entre las manos esté ahogando la inclinación natural que muchos tienen hacia ella, en lugar de avivarla. El número de quienes leen por vicio es inversamente proporcional al de quien lee de un modo funcional, es decir, porque se debe.

Pero la solución no está en el cronómetro, sino en el juego. Un día pregunté a un amigo compositor cuál era la mejor forma de introducir a los niños en la música -sí, también la música clásica es una de esas virtudes impuestas socialmente-. Pensé que iba a recomendarme alguna pieza sencilla o divertida. “Que canten y se diviertan”, me dijo. No conozco tampoco mejor manera de introducir en el vicio de la lectura, en la obsesión por la cultura, que contar una buena historia. Una vez avivada la llama narrativa, la lectura podrá convertirse en una auténtica pasión, tan vital y necesaria como comer cada día.

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