El libro, materia con sentido

No sabemos si el libro digital acabará reemplazando al de papel, pero de lo que no hay duda es que la experiencia de lectura no puede ser la misma

“Quien ama los libros no los abre para mejorar la inteligencia o cultivarse únicamente, sino porque algo dentro palpita cuando se pasan las páginas”.
“Quien ama los libros no los abre para mejorar la inteligencia o cultivarse únicamente, sino porque algo dentro palpita cuando se pasan las páginas”.

Al parecer hay razones que aconsejan la lectura de libros físicos, de igual manera que, a juicio de algunos expertos, es preferible la escritura a mano. En esas actividades se conectan circuitos neuronales distintos a los que se activan cuando encendemos un ordenador o nuestros ojos repasan las líneas blancas y anónimas de una pantalla.

Estos datos deben de ser los únicos que los pedagogos han pasado por alto, puesto que en países como Finlandia o Alemania los escolares han dejado de emborronar cuadernos y de llevar mochilas cebadas como alforjas. A quienes sí han hecho caso los encargados de la educación ha sido a los traumatólogos, que pronosticaban un futuro lleno de columnas encaracoladas y niños encorvados, gibosos, bajo el peso de los libros de texto. 

Los nativos digitales acuden a las aulas armados con un portátil bajo el brazo, erguidos al igual que secuoyas. Entre mind maps y clases en inglés, no tienen casi tiempo para cumplimentar los power points. Muchos menos de aburrirse, apremiados por deberes, pruebas y exámenes. Las tardes se parcelan al milímetro en horarios que se asemejan a esas hojas kilométricas con días libres y guardias de los hospitales. Incluso se establece el tiempo diario de lectura con puntualidad prusiana. 

Quien ama los libros no los abre para mejorar la inteligencia o cultivarse únicamente, sino porque algo dentro palpita cuando se pasan las páginas y se niega a renunciar a esa experiencia

Quienes somos adictos a la nostalgia creemos que algo se está perdiendo, aunque no sepamos muy bien decir qué. Tengo la impresión de que las tardes de mi infancia eran tan largas como el mes de agosto. Las casas parecían más pequeñas, llenas de cachivaches y cuadros, menos diáfanas que las de hoy, tan extensas como carentes de humanidad, sin paredes para amontonar recuerdos. 

Entre los objetos que están en desuso se encuentran los libros físicos. Fíjense en una revista de decoración: las casas más modernas, los hogares domóticos, no tienen estanterías, sino cristaleras o tabiques vacíos, entre los que es difícil que florezca la intimidad. Además, ahora se pueden llevar miles de libros en un smartphone, sin necesidad de salir de casa.

El ebook empobrece, sin embargo, la experiencia de lectura. Por otro lado, cada vez se lee menos. Nicholas Carr escribió hace años sobre las secuelas psicológicas e intelectuales de la lectura digital, constatando que leer en una pantalla era más cansado y perjudicaba nuestra capacidad de concentración. Pero los que estamos preocupados por el estado de sitio en el que se encuentran los libros no los abrimos para mejorar la inteligencia o para cultivarnos únicamente, sino porque algo dentro de nosotros palpita cuando pasamos sus páginas y nos negamos a renunciar a esa experiencia. 

Dicho de otro modo: no creo que exista mejor razón para defender los libros que la romántica. Platón se opuso a la escritura creyendo que esclerotizaba el pensamiento y debilitaba la memoria, pero la técnica humana es imparable y ciega. Tal vez sea más importante para contrarrestar la debacle apelar a las razones del corazón. 

Prefiero el contacto del papel impreso porque me gusta la cercanía, del mismo modo que me siento más cómodo en un encuentro cara a cara que por Zoom. El libro físico, además, me parece más manejable: percibo sus contornos, sus límites, su principio y acabamiento, como un fruto maduro, finalizado, recién cumplido para mí. Por el contrario, en la lectura digital se emborronan las fronteras entre comienzo y fin, lo cual desorienta y distancia.

 

En la lectura se amalgaman alma y cuerpo. Por eso la experiencia y el gozo, por fuerza, han de ser mayores con los libros físicos, si es que no nos conformamos con los simulacros. Además, uno nunca hace suyo completamente un libro digital: es un artefacto sin dueño, detenido en el espacio y tiempo virtuales. No tiene historia, a diferencia de lo que ocurre con un volumen que, por muy desvencijado que esté, se encuentra siempre vivificado por las manchas, las marcas o las huellas y lega a lectores postreros una decepción o la alegría de un descubrimiento. 

En la lectura se amalgaman alma y cuerpo. Por eso la experiencia y el gozo, por fuerza, han de ser mayores con los libros físicos, si es que no nos conformamos con los simulacros

Es posible que el amante de los libros olvide una trama o no recuerde con exactitud el final de una novela. Pero he comprobado que siempre queda un rescoldo: tal vez el vestigio de un lomo, el dibujo de unas guardas historiadas o la evocación del lugar donde tiramos una sobrecubierta. Un libro, una biblioteca, es una biografía

Muchos creen que vivimos en sociedades materialistas, pero, en realidad, nuestro modo de vivir es espeluznantemente espiritual, inmaterial, hasta el punto de que corremos el riesgo de olvidar que el amor está hecho de caricias, que el saber ocupa lugar o que una conversación es algo más que información codificada y almacenada en bytes. Estamos hechos de vísceras y solo podemos captar el sentido del mundo encarnado en las cosas, de modo que un espacio sin libros, sin recuerdos, transparente, sin cronología -en definitiva, sin la opacidad de la materia-, es un sitio menos humano, menos nuestro.

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