Liderazgo o gregarismo: una falsa disyuntiva

Hay una auténtica obsesión por ser líderes, como si no tuviéramos otra opción que dirigir a otros o que otros nos dirijan

Foto liderazgo o gregarismo
"Si está de moda el liderazgo, tal vez sea como consecuencia de nuestra manía por sobresalir".

Hay algo que es peor que la obsesión por el liderazgo y es la proliferación de candidatos a ejercerlo. No hace falta más que asomarse a ese almacén de la pretenciosidad e intrascendencia que es Linkedin para percatarse de que, en efecto, lo que más sobra en el mercado laboral son personas con supuestas dotes de mando.

A tenor de lo que la gente dice de sí misma, creo que en una entrevista de trabajo tiene más motivos para temblar el entrevistador que el entrevistado, ya que el destino puede jugarle una mala pasada. Puede que esté dejando pasar a un enemigo. Más cruel sería que, al cabo de unos meses, fuera el recién llegado quien le pusiera de patitas en la calle.

“En lugar de tantas charlas frívolas sobre el liderazgo, deberíamos enseñar a nuestros hijos que tienen una misión: cultivar de humanidad los lugares por lo que pasen”

Hay miles de cursos de liderazgo; se enseña cómo convertirse en líder en las escuelas y en la universidad; se publican miles de libro sobre los grandes líderes de la historia. Y se debate interminablemente si el líder nace o se hace. Se piensa menos en lo ridículo que sería un mundo en el que todos fuéramos líderes. ¿A quién lideraríamos, en ese caso?

Linkedin es el campo de batalla de la ambición y confieso que hasta me da algo de grima ver el plantel de directivos en paro o en busca de ofertas más suculentas. Algo tiene que ir mal en nuestro mecanismo interior cuando el objetivo de la vida consiste en buscar ese remedo calvinista de la redención en que consiste el éxito o, lo que es lo mismo, la admiración unánime y pública, el brillo social, como si no fuera un triunfo mayor, más auténtico, granjearse el saludo cariñoso del vecino en el ascensor.

A este respecto, recuerdo siempre la entrañable figura de Atticus Finch en Matar un ruiseñor, una novela que enseña muchos valores, pero que a mí me gusta especialmente porque revela dónde se encuentra la auténtica grandeza del ser humano. Más allá de su inmarcesible sentido de la justicia, Atticus encarna esa vocación tan universal, pero olvidada, a la que todos, de algún modo, estamos llamados: hacer la vida más humana -más hermosa- a nuestro alrededor.

Es esto lo que debería despertar nuestra admiración. Ante personas así, tendríamos que quitarnos el sombrero o levantarnos, como hacen sus vecinos cuando Finch abandona el estrado. En lugar de tantas charlas frívolas sobre el liderazgo, deberíamos enseñar a nuestros hijos que tienen una misión: cultivar de humanidad los lugares por los que pasen.

Si está de moda el liderazgo, tal vez sea como consecuencia de nuestra manía por sobresalir, algo que puede que arraigue en algún innatismo aristocrático. O, peor aún, quizá sea una contrapartida, un dispositivo del que disponemos para contrarrestar nuestra tendencia al gregarismo. Por decirlo de otro modo, a lo mejor lo que sucede es que, nada más despertar a la vida, nos vemos en la necesidad de elegir entre tomar la batuta o engrosar la fila de las masas. Y nos quieren hacer creer que no hay término medio.

Ante esa disyuntiva, no es de extrañar que la mayoría elija abandonar la cola y se apresure a adueñarse del estandarte. Nada en principio parece más natural que dirigir, aunque también es cierto que muchos descubren en el calor del rebaño esa comodidad poco exigente y suave que permite escurrir el bulto. De ello se dio cuenta Éttiene de La Boétie, el amigo llorado de Montaigne, cuando en su discurso nos alertó del tirano interior que nos subyuga, explicando, siglos antes de las pesadillas totalitarias, el peligro de la sumisión pueril al poder. Hemos de reconocer que todos los remedios para nuestras desventuras se encuentran en una biblioteca y que si no aprendemos es, simple y llanamente, porque no queremos.

 

“Nada en principio parece más natural que dirigir, aunque también es cierto que muchos descubren en el calor del rebaño esa comodidad poco exigente y suave que permite escurrir el bulto”

Sospecho que esa dicotomía que se nos presenta, como si no pudiéramos más que elegir entre ser líderes o personas del montón, es consecuencia de la enfermedad ideológica que nos aflige y que desvirtúa todo ámbito ajeno a la política, imbuyéndolo trágicamente de la lógica de esta última. En este sentido, la gran contribución del liberalismo ha sido precisamente, y por paradójico que pudiera parecer, la de enriquecer todas las esferas situadas al margen de la política, descubriendo, pues, que hay cosas más importantes y nobles que la retórica servil de la partitocracia. En resumen: que podemos escapar de aquella dualidad y sortear, de una vez por todas, esa imperiosa dinámica que nos obliga a decidirnos entre ser líderes o masa.

Es otra novela, por cierto, la que nos descubre que no todo es blanco ni negro, sino que hay una escala intermedia mucho más apasionante. Me refiero a ese manual de la rebeldía tácita que nos ofrece Melville en Bartleby, un escribiente anodino y solitario que se apea del tren de nuestra contemporaneidad, optando por una existencia alternativa a la que se le ofrece. Muchos nos negamos a ser encasillados, puesto que no deseamos ser líderes, ni conformar ese engrudo gris de la masa en busca de amo. No queremos elegir. O, como diría Bartleby, preferiríamos no hacerlo.

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