Michel Foucault, ¿aliado conservador?

El filósofo francés, cuya obra se centró en el análisis de los dispositivos del poder, está siendo recuperado por quienes se oponen a la ortodoxia cultural de izquierdas

“Foucault ayudó a entender que el poder no es únicamente atributo de la política, sino ese tentáculo que se extiende o derrama por el todo humano, hasta saturarlo”.
“Foucault ayudó a entender que el poder no es únicamente atributo de la política, sino ese tentáculo que se extiende o derrama por el todo humano, hasta saturarlo”.

Michel Foucault es como una especie de Zeus en el Olimpo de la última filosofía, algo que sabemos gracias a nuestra obcecación por las métricas y lo cuantitativo. Por ejemplo, hace unos años era el pensador más citado entre los académicos y el más buscado por los neófitos que apagan su ardor por el saber ojeando lo que escupe Google.

El francés aprovechó la estela abierta por Sartre y siguió esa moda tan propia del otro lado de los Pirineos que consiste en convertir al intelectual en una especie de personaje de la farándula, siempre rodeado de una corte de palmeros, lo que no quiere decir que fuera superficial. Todo lo contrario, porque captó con mucha precisión la sensibilidad contemporánea, hasta el punto de que hace unos años cualquiera hubiera augurado que tendríamos Foucault para rato.

Pero puede que no. A finales de febrero, Guy Sorman denunciaba en un libro las costumbres pedófilas de este rey del empíreo especulativo, de las que tuvo noticia cuando ambos coincidieron en Túnez, en pleno tumulto de los sesenta. Es mejor ahorrarse los detalles escabrosos, pero no es la primera vez que las biografías se revuelven contra los mitos. En España, la publicación de los diarios de Gil de Biedma y el relato de sus sórdidas aventuras causó sonrojos que todavía no se han apagado. Son pocas las admiraciones que resisten la prueba de la mirilla, de modo que el destino del incondicional parece ser inexorablemente la decepción.

No sé en qué quedará Foucault tras el juicio de la historia y no tiene mucho interés aventurar si nuestra época le condenará con la misma facilidad con que absuelve a otros. Pero parece que este filósofo, que atisbaba la difusión del poder y las servidumbres, está siendo reivindicado por los conservadores, que antes supuestamente le demonizaban. Su trayectoria es análoga, aunque inversa, a la de Schmitt, el jurista nazi del que la izquierda echa mano para desmontar la pantomima de la democracia neoliberal, sugiriendo que la política no es un reducto pequeño de nuestra vida, sino la atmósfera que recubre -más bien, emponzoña- toda nuestra existencia.

“A Foucault, que atisbaba la difusión del poder y las servidumbres, le están reivindicando los conservadores, que antes supuestamente le demonizaban”

Para Ross Douthat, un analista de inclinaciones conservadores, la simpatía de la derecha por Foucault es sintomática y reveladora de los cambios acaecidos en el discurso sobre el poder. A medida que la izquierda se vuelve más poderosa y monopoliza el discurso cultural, los conservadores recurren al autor de Historia de la sexualidad con el fin de denunciar las sumisiones ocultas y las opresiones que, subrepticiamente, se infiltran en la esfera pública.

“A medida que la izquierda se vuelve más poderosa y monopoliza el discurso cultural, los conservadores recurren al pensador francés con el fin de denunciar las sumisiones ocultas y las opresiones que, subrepticiamente, se infiltran en la esfera pública”

Douthat sostiene sugiere que se ha producido un realineamiento, de manera que ahora es la izquierda la que impone la ortodoxia. Y está bien visto eso de que ha desaparecido de nuestras latitudes el relativismo, sepultados como estamos bajo nuevos dogmas. Dicho con la terminología de Foucault, es la izquierda hoy quien monopoliza el “poder” y la derecha, supuestamente la encargada de ondear la oriflama revolucionaria. Se trata, en cualquier caso, del resultado de ese juego de estrategia de salón en el que se entretienen desde hace años las ideologías posmodernas.

Lo que parece olvidar el conservador americano es que no es la primera vez que se recurre a Foucault para desenmascarar los yugos y que es probable que no exista nada más liberal que ese propósito. El pensador francés se obsesionó con esas prácticas diferenciadoras, que dan lugar a discursos binarios y excluyentes. Ayudó a entender que el poder no es únicamente atributo de la política, sino ese tentáculo que se extiende o derrama por el todo humano, hasta saturarlo. Su empeño a veces era exagerado, acaso arriesgado, y tal vez haya servido para infectarnos de una desconfianza morbosa, multiplicando el recelo frente al otro, pero el historial de sometimientos que nos precede explica esa vocación emancipadora que anima la política del último siglo.

 

Junto a ello, la pandemia ha servido también para traer de vuelta a la actualidad otra de las contribuciones de Foucault. Me refiero a la biopolítica, como llamaba a la gestión pública de aspectos como la corporalidad, la salud o la biología. Es, por decirlo así, el último estadio al que llega el poder, cuando rebasa nuestra cotidiana y pasa a operar sobre nuestra vida, decidiendo sobre ella. El paradigma biopolítico, por excelencia, es el campo de concentración.

Leer a Foucault es una experiencia de erudición, escándalo y desconsuelo. En casos como el suyo, cuesta separar la vida de la obra y, en cierto sentido, el desenfreno constituye una metafórica conclusión de esta última, que a veces nos lleva hasta el abismo. No se puede negar, sin embargo, que desentrañó los dispositivos a través de los cuales se ejerce el dominio, así como su institucionalización. Como se sabe, él, que había deplorado la perniciosa función clasificadora del psiquiátrico, la cárcel y el hospital, terminó sus días en uno de ellos, devastado por una enfermedad vírica de la que entonces apenas se sabía nada. Era el sida.

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