Moderación revolucionaria

La excitación ideológica hace que la política concilitaria se resienta y convierte la templanza en una actitud auténticamente subversiva

Las violaciones, el crimen organizado, los asesinatos, los acosos sexuales... emergen cuando hay un caldo de cultivo que así lo favorece. No salen de la nada
Lo queramos o no, vivimos en sociedades que se han acostumbrado a la atmósfera revolucionaria y a la revuelta cotidiana.

Ni los jacobinos ni Robespierre -ni, tal vez, ninguno de los profesionales de la revolución que han jalonado la historia desde finales del siglo XVIII- hubieran imaginado lo que ha ocurrido a fuerza de raptos insurreccionales: convertir nada menos que a Burke y a los conservadores en subversivos. 

Ciertamente, quienes se amotinan hoy o toman las calles no tienen la vocación de sus antecesores y no sería difícil convenir en que compararles con quienes hace ya más tiempo irrumpieron, por ejemplo, en las calles de París es atribuirles más mérito del que seguramente tienen. 

Por otro lado, no dejan de ser unos inocentes indoctos quienes se escandalizan por las declaraciones de algunos políticos en apoyo de las turbas manifestantes, aunque es esperanzador constatar que causa algo más que sonrojo la desvergüenza de los que tiran la piedra sin ni siquiera hacer el ademán de esconder la mano. 

Los que estas semanas han quemado contenedores, levantando el empedrado de las calles o, lisa y llanamente, saqueado las tiendas, son muchas veces delincuentes. Pero también hay adolescentes que no han superado las pataletas de la adolescencia y que se enojan, multiplicando su enfado y sintiendo una frustración infinita, cuando constatan que la realidad impugna sus caprichos. Recuerdan a esos niños que se desgañitan en el supermercado nada más divisar en el horizonte el estante de las chucherías. 

Lo más inquietante, con todo, es lo que esos acontecimientos reflejan acerca de nuestra condición política. Lo queramos o no, vivimos en sociedades que se han acostumbrado a la atmósfera revolucionaria y a la revuelta cotidiana. Cuando disfrutábamos de la “antigua” normalidad, se organizaban manifestaciones constantes. Bajo la nueva, se puede decir que abundan sobre todo las rebeliones virtuales. 

El ciudadano contemporáneo, el individuo posmoderno, no es el que se pregunta por cuál es su contribución al bien común, sino el que se apresura a exhibir en la esfera pública sus reivindicaciones. Eso ha convertido la política en un juego de suma cero y, por tanto, en un campo de minas, puesto que las demandas de un determinado colectivo contienden necesariamente con la de otro. Cualquiera que revise, aunque lo haga sin mucho detenimiento, las últimas luchas sociales, se dará cuenta, primero, de que su organización responde a criterios de marketing, y en segundo lugar, de que sus promotores se presentan como víctimas. Y eso quiere decir que hay verdugos: los hombres, en el caso del feminismo radical; los propietarios, en los desahucios; la policía, en las manifestaciones, etc. 

Es ese ambiente agitado y propagandístico que ha tomado la política en nuestro día a día ha convertido la moderación en la auténtica actitud revolucionaria. Resulta hoy más original e insólito defender la eficacia de nuestras instituciones, por ejemplo, que proponer su transformación.

“Lo queramos o no, vivimos en sociedades que se han acostumbrado a la atmósfera revolucionaria y a la revuelta cotidiana”

Muchos pretenden, a estas alturas de la historia, cambiar drásticamente las cosas y ofrecen soluciones idealistas. Pero ¿no estamos ya cansados de las utopías políticas? “Asaltar el cielo” es un reclamo ya vetusto, un marbete con un indudable regusto reaccionario. El mismo Burke advirtió, en su misiva sobre la Revolución Francesa, que el problema del poder revolucionario era su potencia enormemente destructiva y su esterilidad para construir. 

 

La política de la moderación es la que favorece el acuerdo, las transacciones. Y es realista, puesto que a nadie se le escapa que solo se puede alcanzar concierto si cada una de las partes cede. La virulencia que se desata en las calles, así como la tensión que se expande en el hemiciclo y la hostilidad explícita manifestada en los platós de televisión o en las plataformas digitales, son algunas de las secuelas que ha dejado la excitación ideológica del siglo XX. Heredero de Robespierre, el ciudadano de hoy, infantilizado, solo desea hacer la revolución o la guerra. 

“La política de la moderación es la que favorece el acuerdo, las transacciones. Y es realista, puesto que a nadie se le escapa que solo se puede alcanzar concierto si cada una de las partes cede”

La moderación no exige abdicar del disenso, sino solo que la convivencia no encalle en él. Tampoco implica aceptar acríticamente el pasado o renunciar al cambio. Lo que sí requiere es templanza. “Una revolución -enseña Burke- será siempre el último recurso de los reflexivos y virtuosos”. Un sabio como él explicaba que la sociedad requiere que las pasiones de los individuos se refrenen. Dicho de otro modo, encontrarse con el prójimo y fomentar el “afecto cívico”. Esa es la raíz del compromiso, de donde nace la política moderada y, por tanto, la que es revolucionaria hoy. 

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