El morbo del True Crime

El éxito de series que reconstruyen delitos sangrientos coincide con el puritanismo moral más exigente

“Chesterton confesaba en sus memorias que inventar crímenes era la manera que había encontrado para no cometerlos”.
“Chesterton confesaba en sus memorias que inventar crímenes era la manera que había encontrado para no cometerlos”.

Debemos a Aristóteles nuestra comprensión del arte y, de hecho, podemos decir que, pasado el tiempo, los criterios por los que apreciamos la dramaturgia no han cambiado mucho desde entonces. Así, las innovaciones en la tragedia o en la comedia son, desde este punto de vista, más bien contestaciones u objeciones -parciales o completas- de las nociones aristotélicas. No hay ruptura sin continuidad, lo que debería dar que pensar a los apóstoles de la transgresión que, sin entender lo anterior, insisten en hacer borrón y cuenta nueva.

Pues bien, para Aristóteles, las expresiones artísticas tenían una clara finalidad terapéutica. Es lo que los griegos denominaban “catarsis”, la purificación de las emociones y el cambio interior suscitado en el espectador al presenciar, con horror, el destino de los héroes y divinidades. A la catarsis se le ha atribuido la potencia pedagógica del teatro, entre otros géneros.

Seguramente el filósofo griego se llevaría las manos a la cabeza si pudiera consultar el catálogo de series y películas ofertadas por las diferentes plataformas. Allí predomina un tono gore que da que pensar. Y no es que uno promueva las hagiografías o convertir las carteleras en pasos de Semana Santa, pero lo cierto es que la tendencia a representar en la pantalla crímenes sangrientos, indagando casi con patológica obscenidad en la psicología del culpable, no parece ser un hábito muy saludable.

Es evidente que la proliferación del true crime -un género amplio en el que se pueden incluir podcasts, películas o series basados en una reconstrucción verosímil de un delito, casi siempre cuanto más cruento mejor- es sintomática de nuestra inclinación al morbo. No podemos pasar por alto que quienes se dedican al estudio de las preferencias del público no piensan tanto en el contenido moral y acaso ni siquiera en la calidad artística de lo que producen, sino en lo que engancha. E indudablemente lo morboso es lucrativo.

Quizá todo depende de la concepción de arte que se suscriba. Para unos, lo artístico, ciertamente, tiene que ver con el cultivo de lo bello y anima lo más noble que hay en el ser humano. Otros han invertido la relación que existía entre trabajo y ocio, devaluando el significado humano de este último, de modo que aquello que se aleja de lo laboral tiene que servir al entretenimiento, no contribuir a encumbrarnos.

Pascal, tan ascético y riguroso, se dio cuenta de lo perverso e inhumano que pueden ser los divertimentos. No tengo duda de que se hubiera escandalizado ante el individuo de hoy, que no perdona su necesidad de “desconectar”. Desconectar, sin embargo, no tiene por qué ser sinónimo de descansar. Con lo primero normalmente se hace referencia al deseo de frivolizar, de apartarse de la seriedad de la vida, como suele ocurrir en las bodas, una vez empezado el baile, cuando ellas y ellos, quizá algo achispados, se toman permiso para descontrolarse.

La serie más vista de Netflix es la de un asesino en serie algo sádico que tenía la costumbre de guardar cuerpos mutilados en el frigorífico. En otra, el culpable elegía a sus víctimas por Tinder. La moda de lo tenebroso y siniestro -violaciones, incluso grupales, acoso, pederastia, prostitución, narcotráfico- nunca aparece así, tan solo destacando los detalles sanguinarios; lo normal es combinar el filme con buenas dosis de suspense, así como sembrar la confusión con falsos culpables o corrupción policial.

Se han estudiado los efectos patológicos de esta moda por lo espeluznante y, especialmente, por la explicitud de la violencia, pero las investigaciones no son muy concluyentes. Se ha llegado a sugerir que el impacto de este tipo de retransmisiones puede ser positivo. Pero resulta evidente que la cultura pública no funciona. Es verdad que antes muchos casos no se visibilizaban, pero a nadie se le escapa que últimamente asistimos a un grado de violencia y salvajismo que tiene poco parangón.

Por otro lado, es llamativo que la inclinación por lo gore coincida con un puritanismo casi excesivo. Vemos en la tele un descuartizamiento, pero nos escandalizamos de las opiniones políticamente incorrectas que un sujeto vierte en Twitter.

 

Detrás de la televisión no hay solo violadores y asesinos potenciales que las series de ese tipo contribuyen a activar. En muchos casos, como apuntábamos, pueden incluso atenuar los instintos. Chesterton confesaba en sus memorias que inventar crímenes era la manera que había encontrado para no cometerlos. Con todo, los casos más sobrecogedores son aquellos en que el dolor se inflige de forma gratuita y en los que predomina el sadismo. 

La principal objeción al true crime nace, sin embargo, del sentimiento de las víctimas, muchas de las cuales se han quejado tanto de las licencias dramáticas que el guión se ha tomado, como de la repercusión psicológica que provoca en ellas el recuerdo de hechos dolorosos e insufribles. Además de ver algo en sí mismo detestable, se encuentra implicado en ese gusto una falta completa de empatía hacia el sentimiento de quienes han padecido en sus carnes las heridas de la perversión. Quizá nuestra tolerancia al morbo, nuestro acostumbramiento a que la cámara quede salpicada de sangre, nos aboque a una cartelera y un mundo cada vez más horripilantes.

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