La muerte y el tedio de Ivan Ilich

La famosa obra de Tolstoi, un clásico inagotable, ofrece la oportunidad de reflexionar sobre lo que dota de sentido y esperanza a la existencia del hombre

“La mejor manera de afrontar nuestra biografía y recorrer sus hitos es siendo conscientes de que, tarde o temprano, nos toparemos con el final”.
“La mejor manera de afrontar nuestra biografía y recorrer sus hitos es siendo conscientes de que, tarde o temprano, nos toparemos con el final”.

Un clásico no es un libro empolvado que tenemos en la estantería del salón, al lado de la Biblia preceptiva. Es un amigo cercano, un abuelo que sorprende nuestra monotonía con insólitas batallas, un niño que nos despereza del tedio de vivir. O un baúl lleno de disfraces, descubierto de improviso en el desván de casa.

Es decir, sabemos que estamos ante un clásico la primera vez que abrimos un volumen y su música nos suena tan próxima como si lo hubiéramos leído. Pero también cuando nos adentramos en su interior una segunda, una tercera o cuarta ocasión y nos sigue deparando ese frescor escalofriante e inaudito, parecido al que disfrutábamos en el verano de nuestra infancia. Leer un clásico, en fin, es como surcar un océano, sabiendo que no hay confines, ni términos, ni botes salvavidas, ni costas que avistar. 

Al releer estos últimos días La muerte de Ivan Ilich, otra obra maestra salida de la pluma de Tolstoi, me he dado cuenta de que no habla tanto de la muerte como de la vida. Dicho de otro modo, que nos enseña lo que llevan repitiendo los filósofos y hombres profundos desde que se estrenó el mundo: que la mejor manera de afrontar nuestra biografía y recorrer sus hitos es siendo conscientes de que, tarde o temprano, nos toparemos con el final. El recuerdo de la muerte es, así, el salvoconducto para una vida plena, la misiva que nos ayuda a relativizar los éxitos y a ponderar, en su justa medida, los fracasos.

La mejor manera de afrontar nuestra biografía y recorrer sus hitos es siendo conscientes de que, tarde o temprano, nos toparemos con el final

Antes de que quedáramos sumidos en un murmullo de tanatorio como consecuencia del coronavirus, nos habíamos empeñado en olvidar que también en nuestro escenario se baja el telón. Sin embargo, mirar de vez en cuando los engranajes de la tramoya tal vez sea el fármaco que necesitamos para curarnos de vivir como si fuéramos perennes. No hay dolencia más común, e inane, que la de felicitarse, ante el cuerpo de un finado, de no ser el del ataúd, como si pudiéramos escapar de ese destino. Como antídoto frente a falsas expectativas, les aconsejo que revisiten Ben-Hur, especialmente la escena en la que Marco Vinicio, mentón hacia arriba y mirada al frente, desfila ante Nerón, mientras el esclavo le recuerda cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte, tan callando. 

Y aunque muchos piensen que hablar de la muerte demuestra escasez de modales, en realidad nada de esto tiene que ver con la buena educación. De hecho, de mi relectura he concluido que Ivan Ilich no es una narración sobre los últimos días de la existencia, sino sobre las decisiones a tomar para que no nos inquiete ninguna retrospectiva sobre nosotros mismos.  

Esa enfermedad sin nombre que corroe el estómago del protagonista, ese dolor sordo e insistente que lo perturba en la noche, es simplemente la acusada conciencia de su monotonía existencial. Porque el fracaso de este arribista hastiado es, precisamente, haber cumplido siempre con las expectativas que los demás -sus superiores, la sociedad o eso tan vago y tiránico que llamamos mundo- habían depositado en él.

Ivan Ilich no es una narración sobre los últimos días de la existencia, sino sobre las decisiones a tomar para que no nos inquiete ninguna retrospectiva sobre nosotros mismos

Nabokov pensó que, ante la sublimidad de este relato corto, palidecían los logros de otras novelas memorables, como Ana Karenina o Guerra y Paz, de la que, por cierto, la editorial Alba acaba de presentar una nueva traducción firmada por Joaquín Fernández-Valdés. Sea exagerado o no, lo cierto es que La muerte de Ivan Ilich compendia, cincuenta o sesenta años antes, Ser y tiempo de Heidegger o las paranoias egocéntricas de Roquentin, el treintañero protagonista de La náusea, aunque lo hace con menos dosis de nihilismo y una mirada que destila esperanza, perdón y consuelo. 

 

No sería mala idea combinar la lectura de Tolstoi con la de Pascal, el francés que nos enseñó la cara oculta del entretenimiento, sugiriendo que es la más absoluta de las miserias humanas porque encubre el sentido de la existencia. Al comienzo de la novelita, Tolstoi contrapone la silenciosa soledad del velorio con la inquietud de quienes cumplen con el rito del pésame, pero mientras se compadecen de la viuda piensan en la partida de cartas de la noche. Tanto Pascal como el escritor ruso sabían que la frivolidad es el cerrojo de una existencia con sentido. 

Dicho lo anterior, no es necesario ponerse serios, ni contratar un coro de plañideras. El recuerdo de la muerte debería ser también la forma de redimirnos del aburrimiento, de la hipocresía, de la futilidad, una suerte de exhortación para sacar el máximo partido a ese pequeño interludio que pasamos aquí. Y de darnos cuenta de que vivimos embutidos en la estrechez de un cuerpo finito, pero que nuestra mirada anhela la infinitud. Pensar en la muerte es una forma de cultivar nuestra esperanza.

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