Necedad y totalitarismo

Los que han denunciado la violencia totalitaria confirman que, a diferencia del bien, el mal es estúpido y, por eso, muy peligroso

“La tónica con los tiranos no suele cambiar mucho: cuando el pueblo se da cuenta del engreído al que ha votado es demasiado tarde”.
“La tónica con los tiranos no suele cambiar mucho: cuando el pueblo se da cuenta del engreído al que ha votado es demasiado tarde”.

Yo no sé lo que hubiera hecho. ¿Quién puede saberlo? Muchos, si hubieran podido, se habrían acurrucado bajo del edredón, con la cabeza bien tapada, como hacen los niños cuando hay tormenta. Pero él ni siquiera se pudo tapar porque, como cuenta en sus cartas, la manta que le ofrecieron al llegar a su celda olía de un modo insoportable.

Tampoco es que quisiera ocultar su miedo. Seguramente, Bonhoeffer, como todas esas personas a las que admiramos porque se mantuvieron firmes como columnas frente a los totalitarismos, tuvo dudas y temores. Con toda seguridad, vaciló, no solo para salvarse a sí mismo -lo que en muchos casos era lo de menos- sino para salvar o ahorrar sufrimientos a quienes más quería: a su prometida, a sus padres. A sus amigos.

Resistir nunca es fácil, claro está. Y uno se tiene que agarrar a algo: a sus convicciones, a sus esperanzas. Dietrich Bonhoeffer, que era teólogo y pastor, se aferró a su fe cuando tuvo que dar el peligroso paso al frente ante Hitler. Por este motivo, en la correspondencia que escribió desde la cárcel -recogida en un volumen con el título Resistencia o sumisión- no afloran nunca sentimientos resentidos, ni deseos de venganza; lo que resplandece en ella es el agradecimiento justamente porque en el acto de dar las gracias él halló la manera de contrarrestar la fuerza de la violencia y el mal.

“Dietrich Bonhoeffer, que era teólogo y pastor, se aferró a su fe cuando tuvo que dar el peligroso paso al frente ante Hitler”

Cuando le ahorcaron, antes de que Hitler se suicidara agazapado en su búnker, tenía 39 años y era una de las grandes promesas de la teología protestante. Le acusaron de participar en el 20 de julio, la llamada Operación Walkiria, el complot -frustrado- mediante el cual se buscó acabar con la vida de Hitler, en el que supuestamente intervino, entre otros, también el padre Delp, sacerdote católico, ajusticiado a los 37 años.

Bonhoeffer, unos años antes, había viajado a Estados Unidos, donde se le abrían grandes perspectivas profesionales, pero estuvo allí menos de un mes. Regresó porque, como él mismo explica, se sentía comprometido en la lucha que afrontaba Alemania, su país, que se debatía entre “querer la derrota en la guerra de su nación para que pueda sobrevivir la civilización cristiana, o querer su victoria, pero al mismo tiempo la destrucción de la civilización”.

Lo más trágico en su caso, como en el de tantos otros cuyo nombre veneramos, es que se comprometió con su vocación de mártir casi sin saberlo y, sobre todo, cuando muchos cristianos habían decidido nadar y guardar la ropa. Pero no se trata de señalar a los culpables. Además, no creo que a él le hubiera gustado ajustar cuentas con los pastores y eclesiásticos que guiñaron el ojo al régimen conculcando no tanto los valores de su fe, como los últimos reductos de decencia que quedaban en ellos.

Todo se basa en la integridad personal. No se trata de poder mirarse al espejo cada mañana o dormir -como se suele decir- con la conciencia tranquila. No he oído que el insomnio sea el trastorno típico ni de los asesinos ni de los mentirosos. Lo que ante todo se requiere es -lo dice el propio Bonhoeffer- una conciencia buena.

Pero, junto a las convicciones y la bondad, junto a la integridad y la decencia, hay otra cualidad que vacuna contra el fervor totalitario. De ella han hablado Arendt, Voegelin y Karl Kraus y a la misma se refiere Bonhoeffer en sus escritos. Es la inteligencia.

 

“Para el bien -escribe el teólogo alemán- la necedad constituye un enemigo más peligroso que la maldad”. Y es así porque las razones no sirven para convencer al estúpido. Incluso cabría decir más: como la estupidez casi siempre va acompañada de la fatuidad, es muy difícil que el estúpido, prendado de sí mismo, dé su brazo a torcer. Dicho de otro modo: el tonto es obstinado y recalcitrante porque se siente subyugado, apresado, por su propia maldad.

“Para el bien, la necedad constituye un enemigo más peligroso que la maldad’ escribe el teólogo alemán”

Para mantener la salud de nuestras democracias, propongo un cambio en los planes escolares y hacer obligatoria la lectura de estos testimonios. El problema de Alemania no fue Hitler -no solo él- sino, como ha indicado Voegelin, la sociedad que lo aupó hasta el poder. La tónica con los tiranos no suele cambiar mucho: cuando el pueblo se da cuenta del engreído al que ha votado es demasiado tarde y ya están los bobos firmando decretos a mansalva. ¿Y quién, entonces, nos asegura que seguirá viva la llama la llama del martirio heroico que encendieron personas valiosas y buenas como Bonhoeffer o el padre Delp?

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