Ocio, para ser feliz

La felicidad tiene que ver con la ética y esta no consiste en un conjunto de reglas u obligaciones, sino con la necesidad de cultivar una buena vida

“Ocio es el espacio que nos abre a la buena vida, situándonos en el mismísimo umbral de la fortuna”.
“Ocio es el espacio que nos abre a la buena vida, situándonos en el mismísimo umbral de la fortuna”.

De ser cierta la leyenda, los vecinos de Königsberg ponían en hora sus relojes cuando veían a Kant camino de la alameda. A primera hora de la tarde, exactamente a las tres y media, se lanzaba invariablemente a la calle. La tradición cuenta que a lo largo de su vida solo violó su ritual en dos ocasiones: una, deslumbrado con la lectura de Rousseau, y otra, esperando noticias de París, cuando precisamente los discípulos del ginebrino tenían su cita con la revolución

Sabemos que el autor de la Crítica de la razón pura era respetado entre sus conciudadanos, pero alguien que se muestra tan inflexible cuando toca sestear no se puede decir que inspire mucha confianza. Es más, cuando intentó compendiar en unas cuantas máximas todo el misterio de la moral fue igual de riguroso que con sus horarios. 

  Sin embargo, aunque una norma ética sea racionalmente intachable, a veces su aplicación escrupulosa puede rebasar el sentido de la justicia. Ningún imperativo categórico puede guarecernos del infierno si la inhumanidad no suscita recelos o sacude las entrañas. La historia nos ilustra todo lo que su innata puntualidad ha deparado a los alemanes. Han llegado a tiempo a muchos trenes; también a los que se encarrillaban al patíbulo. 

El empeño por reglamentar cada cajón de nuestra existencia con incalculables criterios no ha afinado nuestra intuición moral. Su éxito ha sido dejarnos indefensos ante turbias injusticias e inermes en el momento en que más necesitamos de preceptos

El rigorismo de corte kantiano ha sido perjudicial para la moral porque ha resentido su atractivo. Desde entonces, se suele pensar que el cometido de la ética es asfixiarnos con un cúmulo de normas, deberes y obligaciones. Somos criaturas estranguladas por preceptos, con una cuchilla pendiendo siempre sobre nuestro cuello, dispuesta a rebanarlo.

Sin embargo, el empeño por reglamentar cada cajón de nuestra existencia con incalculables pautas y criterios no ha afinado nuestra intuición moral. Su éxito ha sido dejarnos indefensos ante turbias injusticias e inermes en el momento en que más necesitamos de preceptos, es decir, en circunstancias que no puede prever ningún inventario ético. 

Sería difícil determinar con exactitud el momento en que los seres humanos nos dispusimos a encerrar la vida en un pobre catálogo. Pero no podemos contemplar la moral como si se tratara de un repertorio de prescripciones, ni de un insólito laboratorio para ensayar soluciones a dilemas que nunca se presentan --¿qué es más ético, matar a una persona para salvar a cientos o acabar con un centenar para auxiliar a una?--. Tiene que ver con la posibilidad de transformar nuestra existencia en una obra de arte

La metáfora está un poco trillada y, desde cierto punto de vista, resulta frívola. Pero no hay que suponer que nos induce a convertirnos en dandis o a deambular en el atardecer con una margarita en el ojal. La imagen apunta a la conveniencia de cultivar la virtud como si se tratara de un cincel para atenuar las aristas –y también, aunque se dice menos, para dar mayor hondura a los surcos que deja el bien en nosotros-, así como a la de aspirar a una forma de vida en la que no falte, ni sobre nada. Codiciar, en suma, una existencia redonda, completa, tan perfecta como un cuadro de Tiéopolo.

Por otro lado, existen dos caminos para devolver a la ética su merecida reputación. El primero estriba en alterar nuestra forma de hablar y abandonar definitivamente la expresión “vida buena”. Es más precisa y hermosa la de “buena vida”: realza mucho más el goce que depara estrechar nuestro trato con el bien y la belleza. La diferencia es sutil, pero tan abismal como los miles de kilómetros que separan el mundo sombrío de Königsberg de las llanuras placenteras –y fértiles- del Peloponeso

Ocio es el espacio que nos abre a la buena vida, situándonos en el mismísimo umbral de la fortuna, en el lugar en el que se despliegan los bienes más elevados, los que constituyen fines en sí

 

En segundo término, haríamos bien en recuperar la noción clásica de felicidad. Eso nos ahorraría disgustos, esfuerzos y dinero. Donde de verdad nos jugamos la dicha, comenta Aristóteles, no es en el trabajo, sino en el ocio. Y aunque no debemos pasar por alto que en su época el consumo no había colonizado todos los recovecos del hombre, en su afirmación sigue latiendo una verdad indiscutible. 

El ocio no es la suspensión momentánea del trabajo. Esa interrupción periódica que permite recobrar fuerzas para entregarse, con nuevo brío, a las obligaciones laborales y regresar al redil, es lo que el filósofo griego llamaría “juego”. Ocio es el espacio que nos abre a la buena vida, situándonos en el mismísimo umbral de la fortuna, en el lugar en el que se despliegan los bienes más elevados, es decir, los que constituyen fines en sí, no medios o instrumentos para otra cosa. Es la extensión en la que puede realizarse una existencia colmada, henchida, rotunda, plena. Donde belleza y bondad se funden.

Por exótico que pudiera parecer, ha sido un asiático, Byung-Chul Han, quien ha tenido que recordarnos la trascendencia del ocio para la vida feliz, así como las paradojas de la sociedad del rendimiento. Estamos tan obsesionados con el trabajo que deseamos por encima de todo ser más productivos, rendir más, como si la autorrealización consistiera en deslomarnos cabizbajos bajo la noria.

Como en casi todo, para la buena vida también menos suele ser más. Tal vez tengamos que cesar de mirar en la dirección equivocada y arriesgarnos a dar un golpe de timón: cultivar un ocio más profundo, más sereno, más contemplativo con el fin de que la felicidad, de una vez por todas, nos deje ya de ser esquiva.

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