Plantarse frente a la vileza

‘Plantados’, la película sobre los presos políticos cubanos, muestra que luchar por la libertad ennoblece al hombre

Una escena de la película 'Plantados', dirigida por Lilo Vilaplana, sobre los abusos del castrismo en Cuba: "muy dura, descarnada, pero acierta al no ahorrar brutalidad"
Una escena de la película 'Plantados', dirigida por Lilo Vilaplana, sobre los abusos del castrismo en Cuba: "muy dura, descarnada, pero acierta al no ahorrar brutalidad"

Lo malo de vivir en sociedades anestesiadas es que en ellas uno solo se da cuenta de lo mal que van las cosas cuando ya es tarde y no hay nada que hacer. Esta es la carta que juegan los tiranos. Aunque también se aprovechan de la escasa conciencia de humanidad existente entre los débiles y los pusilánimes, pues normalmente quienes destacan por su servilismo son miopes a la hora de mirar al prójimo y no detectan el delito mas que cuando les toca a ellos de ejercer de víctimas. O sea, demasiado tarde.

La semana pasada tuve ocasión de saludar personalmente a un héroe, así como de conocer el testimonio de muchos otros. Eran “plantados”, presos políticos cubanos que no se arredraron ante el mal, ni tuvieron miedo de la violencia, sino que estuvieron dispuestos a defender sus derechos, como refleja tan crudamente el filme que se acaba de estrenar con ese título.

“Con que solo un solo ser humano, uno, decida mantenerse erguido frente el mal es suficiente para seguir cultivando la esperanza”

Quienes han sobrevivido a la tortura tienen la tez curtida por las crueldades castristas, cicatrizada por las abyecciones, pero, al mismo tiempo, un aire cotidiano. Eso es lo maravilloso de la excelencia moral. A simple vista, no hay manera de distinguir a un esbirro de un mártir. Pero estos, como los cubanos que pusieron en entredicho el comunismo, tienen una mirada noble y generosa. Y profunda. En ella cabe ahondar y descubrir el misterio del hombre porque con que solo un solo ser humano, uno, decida mantenerse erguido frente el mal es suficiente para seguir cultivando la esperanza.

Los “plantados” eran magnánimos, hombres y mujeres desinteresados en el poder, enamorados y obsesionados con la libertad. Por eso combatieron la dictadura de Batista. Y la de Castro. Y estarían dispuestos a batallar siempre que se intentara silenciar la voz interior que, equivocada o no, nos hace transitar por un camino personal, propio, sin coacciones, sin amenazas. Sin extorsiones.

La libertad no es un ideal. Ni una aspiración. Es poder salir cada mañana a comprar el pan, ver a tus hijos, abrir una puerta sin temor a que alguien la cierre para siempre. Es equivocarse y gozarse mirando un paisaje en la dirección que se desee. Es dormir cuando se desea y no que una luz ininterrumpida te abrase los ojos.

“Los matones del castrismo engrandecieron a los “plantados” y realzaron con sus puñetazos la naturaleza humana, dignificando aún más a quien osó levantar la voz frente al régimen”

La película, dirigida por Lilo Vilaplana, es muy dura, descarnada. Pero acierta al no ahorrar brutalidad. De otro modo, se convertiría en un largometraje almibarado y límpido, sin mostrar que la causa de la libertad no se gana en las declaraciones públicas, ni suscribiendo utopías, sino enfangándose, resistiendo cuando alguien con un fusil preñado de odio nos apremia.

Los suplicios de los “plantados” comenzaron, en efecto, cuando se les propuso algo tan sencillo y aparentemente sin importancia como vestirse con el uniforme de los presos comunes. Se negaron porque no eran delincuentes. Todo lo contrario: en ropa interior, magullados y ateridos, con una costra de excrementos en el pelo, representaban el último vestigio -y no son palabras bonitas- que quedaba de eso que hemos dado en llamar Estado de Derecho.

 

En un evento organizado por Fernando Lostao, director de la Fundación Cultural Herrera Oria, en el que, además de presentar la película, el público pudo encontrarse con algunos “plantados”, estos refirieron, por ejemplo, que se les negó la visita de familiares durante su estancia en prisión. Son innumerables los años de encierro que pasaron -muchos, más que Mandela-, las tribulaciones, el miedo, los sacrificios. A algunos les confinaban en celdas tapiadas, o mínimas, en las que apenas podían sentarse o lavarse.

Es lógico que algunos claudicaran. En un sistema despótico, totalitario, la prisión no es el lugar de la expiación, sino un emplazamiento terapéutico, como vio Foucault. De lo que se trata es de doblegar al disidente, de deponer su actitud para que regrese, sumiso, al redil de la ortodoxia.

Por otro lado, la película -recomendable para quien vive instalado en la comodidad de la democracia y cuyo visionado debería ser obligatorio para los ilusos que todavía creen que hay logros permanentes- muestra lo hermosamente paradójica que es la dignidad. Ya lo decía Robert Spaemann: la nobleza nos protege frente a la perversión porque recibir un trato indigno provoca que brille con mucha más claridad la dignidad del sufriente que se ve condenado a vivir en una letrina.

Los matones del castrismo engrandecieron a los “plantados” y realzaron con sus puñetazos la naturaleza humana, ennobleciendo, dignificando aún más a quien osó levantar la voz frente al régimen. Quien conculca tan descaradamente la moral, sin embargo, y se adentra en el infierno del odio, vulnera el tesoro de su propio valor moral y se intoxica de vileza. Es como si su alma se embarrara en el fango de la perversidad e iniciara el camino de su propia e inexorable deshumanización.

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