Pobreza y responsabilidad individual

Puede que el mercado tenga fallas o que el orden social no sea el adecuado, pero el comportamiento individual también condiciona en muchos casos el bienestar de cada uno

“Sería más eficaz para luchar contra la pobreza incidir en la responsabilidad individual, en lugar de insistir en explicaciones sistémicas, supra o infraestructurales”.
“Sería más eficaz para luchar contra la pobreza incidir en la responsabilidad individual, en lugar de insistir en explicaciones sistémicas, supra o infraestructurales”.

Hay libros que nunca caducan. Lo sabemos bien. Tomemos, por ejemplo, cualquier pasaje de República de Platón. O una página, al azar, de Maquiavelo, en la que se nos muestren las estrategias del poder. En otros casos -Shakespeare, T. S. Eliot, de quien conmemoramos, en abril, la publicación de La tierra baldía, Dante-, suspiramos todavía con versos que nos parecen eternos.

Esos libros permanecen. Pero no me quiero referir hoy a esas lecturas con potencia para seguir despertando algo en nuestro interior. Quiero decir que hay libros menos “clásicos”, recientes tal vez, que se han adelantado a los tiempos o cuyos autores han sabido interpretar nuestra cotidianidad con astucia.

Lo han hecho sin la jácara de una vidente que escudriña el futuro en los posos de una taza, pero con más delicadeza y rigurosidad, llamando la atención sobre fenómenos que, aunque hoy no podemos pasar por alto, entonces no aparecían tan claros.

El individuo ya no lucha contra la tentación de la irresponsabilidad. Ha sucumbido a ella

Uno de esos ensayos es La tentación de la inocencia, de Pascal Bruckner, publicado un lustro antes de que comenzara este siglo. Desde que vio la luz, la paradoja social se ha agudizado: por un lado, nos complacemos del “empoderamiento”, nos extasiamos ante la posibilidad del éxito, nos castigamos en el gimnasio o nos condenamos a estar en la oficina durante largas jornadas para alcanzar el premio del reconocimiento social.

Por otro, cuando constatamos el fracaso o tomamos conciencia de que los sueños se cumplen únicamente en las películas, nos entrenamos en el arte de buscar excusas. Para el pensador francés, el sujeto contemporáneo vaga entre el infantilismo y la victimización. Una mirada sucinta sobre lo que ocurre no hace más que confirmar sus hipótesis. Dicho de un modo más elegante: el individuo ya no lucha contra la tentación de la irresponsabilidad. Ha sucumbido a ella.

Como profesor de filosofía, reconozco que casi siempre me he encontrado en un aprieto a la hora de explicar ética. Kant ha hecho mucho daño porque cercenó por completo la moral de la felicidad, asociando la vida buena con el cumplimiento taxativo del deber.

Ni de mayor he podido liberarme de la sensación de que lo bueno, la decisión correcta, transcurría, justamente, por el camino más escarpado, por las laderas inhóspitas y aburridas de la obligación. Que el bien, en resumen, es ingrato, poco apetecible, amargo como el aceite de ricino. 

Visto así la responsabilidad es una carga pesada e insoportable, y no hay que extrañarse de que intentemos -todos- zafarnos de esa abultada mochila. Con todo, a pesar de lo miope que es esa perspectiva, algunos sociólogos han llamado la atención acerca de las nefastas consecuencias sociales de la misma. 

 

Muchas ideologías políticas contemporáneas son maestras en eso de echar “balones fuera”. Y tienen mucho arte hasta el punto de que han acallado algunos estudios clarividentes que demuestran verdades incómodas. Se sabe, así, que el comportamiento individual, las acciones de cada uno, constituyen el mejor predictor del bienestar futuro. Esto lo ha mostrado un experimento que a veces tomamos a broma: se trata del famoso test de las golosinas, de W. Mischel.

Sería más eficaz para luchar contra la pobreza incidir en la responsabilidad individual, en lugar de insistir en explicaciones sistémicas, supra o infraestructurales

En un artículo publicado por City Journal se explica que sería más eficaz para luchar contra la pobreza incidir en la responsabilidad individual, en lugar de insistir en explicaciones sistémicas, supra o infraestructurales. Puede que haya fallos irreparables, pero en muchos casos -y esto puede sonar mal- la pobreza es resultado de malas decisiones o comportamientos erráticos.

Muchas investigaciones lo corroboran. Ahí están los trabajos de Amy Wax, Larry Alexander o Lee Robins. Se pueden obviar sus resultados, tirarlos a la papelera por incómodos o escandalizarse, pero ni esto ni invertir en abstracciones sacará de la miseria a ninguna persona.

Paul Tough escribió hace años un libro, Cómo triunfan los niños, en el que también ofrecía fundamento empírico a estas tesis. Desde el punto de vista pedagógico, sostenía que, para combatir la desigualdad, la mejor estrategia educativa consistía en la educación del carácter. Con ejemplos de escuelas americanas, revelaba cómo fomentar el cultivo de las virtudes de un modo deportivo -la perseverancia, la amistad, etc.- mejoraba los resultados académicos y era una estrategia eficaz para que “ningún niño se quedara atrás”. 

Estas verdades pueden ser incómodas y exigen mucho más de cada uno. Siempre es más fácil buscar a un chivo expiatorio, cuanto más lejano mejor, en el que volcar el resentimiento. Pero nuestra actuación es decisiva y la autoindulgencia y la falta de responsabilidad no son buenas ni individual ni colectivamente. Es bueno recordarlo de vez en cuando. 

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