Quitar hierro

Pensamos que tenemos el control de nuestra vida y que la dirigimos con mano segura, pero por suerte transcurre entre vacilaciones y decisiones triviales

“Si repasamos los acontecimientos del pasado, llegaremos a la conclusión de que la historia solo es grande y monumental en retrospectiva”.
“Si repasamos los acontecimientos del pasado, llegaremos a la conclusión de que la historia solo es grande y monumental en retrospectiva”.

Las tragedias de la historia, la victoria -o la derrota- en la guerra, un descubrimiento, el fracaso, la gloria, el amor y la vocación, la suerte o la desdicha de una vida, la felicidad -y quién sabe- estar llamado a perdurar en el paraíso o a sufrir en la más triste e inacabable de las condenaciones: ¿podemos estar seguro de saber lo que determina que la moneda caiga de cara o de cruz?

Y no me refiero al azar. De lo que hablo es de la levedad, de la intrascendencia, que gobierna y rige con mano poderosa nuestras vidas. A pesar de que nos hacen creer que somos sujetos racionales y autónomos -el dogma más engañoso de la filosofía y la política modernas-, que son nuestras decisiones las que van decantando el curso exitoso o vergonzoso de nuestra existencia, esta, si lo pensamos bien, no está condicionada por grandes decisiones, sino por pequeños pasos y dudas, por vacilaciones y tendencias imperceptibles.

Cayó el antiguo régimen por una riña más o menos simbólica y la negativa a salir de un frontón. Incluso sabiéndolo, a veces no nos percatamos de que quienes fueron los protagonistas de la historia no tenían entonces esa altura mítica que contribuye a esculpirlos como personajes principales de la novela del mundo. Dicho de otro modo: Napoleón, jugando al ajedrez en el tablero de Europa, no era en Austerlitz todavía Napoleón, sino un hábil y pretencioso corso. ¿Cuántos arribistas como él quedaron abandonados con sus sueños de inmortalidad en la cuneta del tiempo?

Si lo pensamos bien, nuestra vida no está condicionada por grandes decisiones, sino por pequeños pasos y dudas, por vacilaciones

Bajo el mito de la democracia, vivimos inmersos en el ensueño de creer que controlamos los mandos de la nave. Tan ensoberbecidos el día de las elecciones, blandiendo con la derecha -o la izquierda- la papeleta y dando un paso al frente ante las urnas, seguramente nos avergonzaríamos si alguien descubriera los motivos que nos llevan, en verdad, a escoger a un partido u otro. Las razones son superficiales, tan triviales como la simpatía o fotogenia de los candidatos.

Si repasamos los acontecimientos del pasado, llegaremos a la conclusión de que la historia solo es grande y monumental en retrospectiva. Lo mismo acaece en nuestra existencia individual. La carrera que se estudia, la profesión a la que se dedica uno son casi siempre casuales, respuestas de envergadura o con resultados trascendentales que se toman sin gravedad, con precipitación. Sin saber lo que se hace. Por lo que otros aconsejan o exhortan. Y que a menudo son acertadas.

En efecto, a pesar de todo, en la mayoría de los casos, las cosas transcurren engrasadas y la nota de selectividad, tal vez escasa, que quebró nuestro sueño de ser médicos nos ha convertido en un historiador más que decente y afortunado. Cabe decir algo similar del amor, porque nuestras relaciones -por suerte- tiene más ver con comedias románticas donde el chispazo surge inopinadamente, casi sin que ninguno se lo plantee, que con las telenovelas turcas que tan de moda se han puesto.

Esa levedad o intrascendencia convierte la vida en algo soportable, en una carga más liviana. ¿Por qué hay tanta ansiedad? ¿Por qué los jóvenes andan cada vez más pesarosos a la hora de elegir carrera? Desde edades bien tempranas, abrumamos sus espaldas como si cada tarde tuvieran que tomar la decisión de apretar o no el botón nuclear. Para poder sobrellevar la adolescencia y la madurez, que tan complicadas vienen de serie, hay que quitar hierro a las cosas.

Quitar hierro a las cosas exige, sin embargo, convencerse de que también la responsabilidad tiene una cara amable y llevadera

 

Quizá alguien interprete todo esto como una llamada a la irresponsabilidad y al quietismo. Y haría bien en hacerlo, pues no encuentro formas más propicias o adecuadas para contrarrestar las prisas, la obsesión por el yo, el empoderamiento espurio o la hiperresponsabilidad, hábitos que marchitan la alegría espontánea de vivir, que en el hedonismo de desprenderse de las responsabilidades que pesan.

La cultura posmoderna está aquejada de contradicciones y paradojas: creemos que estamos disfrutando de la ventajas y bienes de la sociedad de la abundancia, pero el miedo a que decaiga nuestro nivel de vida, la competitividad y la inmadurez emocional transforman nuestro ambiente en una cárcel, eso sí, con todas las comodidades y el confort inimaginables.

Darse cuenta de que lo cotidiano funciona y de que proyectar con escuadra y cartabón el futuro o tomar las decisiones con papel y boli -tampoco perfilar los rasgos en abstracto que ha de tener la pareja de nuestra vida- no garantizan la felicidad, nos abre a una sana despreocupación, a la improvisación enriquecedora, a dejarnos sorprender por la vida, mucho más cabal, perfecta y acabada cuando sigue siendo vida: sorpresiva, intempestiva, desconcertante.

Quitar hierro a las cosas exige, sin embargo, convencerse de que también la responsabilidad tiene una cara amable y llevadera. Nos instruyen acerca de la misma quienes recomiendan modificar nuestro estilo de vida. Del mismo modo que ponerse en forma no depende de una gran decisión, sino de servirse menos en el plato o hacer el pequeño esfuerzo de anudarse los cordones de las zapatillas, nuestro futuro está entretejido de pequeños actos que, sumados y vistos en retrospectivas, nos permiten respirar satisfechos o esbozar, en la última vuelta del camino, una sonrisa.

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