Resentimiento social y aristocracia del mérito

Macron anuncia el fin de la École Nationale d’Administration (ENA), una decisión simbólica supuestamente adoptada para atajar la furia contra las élites

Foto Resentimiento
"La École y los enarcas -entre ellos, por cierto, el propio Emmanuel Macron- han concitado la animadversión del igualitarismo mediocre y las iras de quienes interpretan la distinción o la inteligencia como un insulto a la democracia"

Probablemente no exista pueblo en el mundo tan preocupado por gobernar hacia la galería como el francés, del mismo modo que sería difícil encontrar un símbolo político más oportuno para desatar las pasiones de las masas que la lucha de clases. Hannah Arendt, de hecho, comentaba que la cuestión social propinó a la Revolución Francesa ese giro violento y justiciero que condujo al tembloroso monarca al cadalso, contribuyendo, por otra parte, a sembrar la política de un temor crónico ante el riesgo de estallidos revolucionarios.

Pero no se debe pasar por alto un detalle muy sintomático. Me refiero a la ausencia de cualquier mención a la Revolución Inglesa en los libros de textos y planes académicos. Tal vez fue menos espectacular -y menos moderna-, aunque no faltaron ni ejecuciones ni regicidios, que se llevaron a cabo con ese rigor flemático propio del otro lado del canal. La explicación, en cualquier caso, no obedece a una cuestión de costumbres, o no tan solo, sino a una clave más profunda, a la que, de nuevo, alude Arendt: esta última revuelta, como la de las trece colonias, fue política; la francesa, social.

Y es verdad que, desde que la cuestión social apareció en el plató de la política, el aire público se ha vuelto irrespirable porque ni el parlamento ni las calles se esfuerzan por dirimir qué comunidad deseamos formar, sino cómo apagar el fuego del resentimiento. Además, como ha aumentado el nivel de la vida, el Estado de bienestar puede terminar anegado, sepultado por las incontables demandas que los votantes, dispuestos a respaldar al mejor postor, le presentan. La política no es espectáculo, sino un bazar o baratillo.

“El aire público se ha vuelto irrespirable porque ni el parlamento ni las calles se esfuerzan por dirimir qué comunidad deseamos formar, sino cómo apagar el fuego del resentimiento”.

Si De Gaulle erigió la ENA, el famoso y prestigioso centro que ha educado a los altos funcionarios franceses, para recomponer el funcionariado de un país devastado por la guerra y anémico, burocráticamente hablando, el yuppie con aire napoleónico que es Macron tiene en mente desmoronar, para 2022, el principal emblema de la aristocracia de la clase media.

La École y los enarcas -entre ellos, por cierto, el propio presidente de la República- se han convertido en las últimas décadas en un blanco perfecto, concitando la animadversión del igualitarismo mediocre y las iras de quienes interpretan la distinción o la inteligencia como un insulto a la democracia.

Para justificar la medida, el argumentario apela a los números. Así, hemos sabido que la ENA ha dejado de funcionar como elevador social, aunque se puso en marcha precisamente para formar una élite de funcionarios independiente de su origen social. Se calcula que, en su primera época, el 45% de quienes pasaban por sede en Estrasburgo pertenecían a las clases más privilegiadas; ahora, la cifra se sitúa en un hiriente 70%. Tampoco se perdona que el Estado invierta en una institución al parecer reservada a los más pudientes.

Pero la decisión de Macron no es tanto una medida efectiva como cosmética, ya que lo que lo que se deduce de los datos es la pertinencia de tapar la herida mucho antes que se dilate, mejorando la formación en los niveles previos, que es donde se ubica la causa de la desproporción.

 

Pero el presidente galo hizo la promesa de tomar medidas cuando se enfrentó, hace dos años, a los chalecos amarillos. Lo que ha trascendido a los medios es que la ENA cambiará de nombre y se integrarán con otros centros de formación en un nuevo instituto de nombre más vacuo o anodino.

“La École y los enarcas se han convertido en un blanco perfecto, concitando la animadversión del igualitarismo mediocre y las iras de quienes interpretan la distinción o la inteligencia como un insulto a la democracia”

Además de hacerla más accesible y abrirla a la diversidad, se desea que el funcionariado deje de ser esa corte versallesca y retirada y acercar la función pública a las necesidades reales de la población. La nobleza de la burocracia ha de pisar el terreno y conocerlo, por decirlo así.

Hasta ahí no habría nada que objetar, pero creo que no le falta razón a Christophe Guilluy, geógrafo y autor de un ensayo que analiza la preocupante desaparición de la clase media (No Society), cuando interpreta el antielitismo social como un rechazo no tanto del mérito como de la incompetencia de la clase política y administrativa, convertida en muchos casos en abúlica rentista de papá Estado.

Más allá de esa decisión simbólica, puede que el mensaje transmitido no sea el adecuado y que lo que ahora son oportunidades se conviertan en derechos inalienables, como si todos tuviéramos que ser trabajadores al servicio de la administración pública. Podemos estar de acuerdo en que no importa la condición ni el origen para ser funcionario, pero el sentido común debería alertarnos de que no resulta descabellado exigir preparación o competencia para quien aspira a servir a la sociedad. De otro modo, nunca podríamos liberarnos de sufragar la estupidez.

La pregunta es si cabe superar ese ánimo antielitista y la envidia social. Creo que cultivando la admiración por quienes son mejores se calmaría nuestra tempestad social y se fomentaría el espíritu de emulación sana que nos aleja del rencor y nos conmina, con deportividad, a superarnos.

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