Sobrecarga moral

Los moralistas y los teóricos de la política parecen empeñados en responsabilizarnos por el destino del planeta, pero ese cometido cósmico nos viene grande

“Al parecer, está en nuestras manos -y solo en nuestras manos- que el planeta se enfríe o caliente, el progreso de las naciones africanas, la expansión de los virus y las enfermedades...”.

Quizá quienes estén más familiarizados con la filosofía constatarán las paradojas. Por ejemplo, durante los últimos dos siglos los filósofos no han cejado de ensayar respuestas al problema de la verdad y, sin embargo, ha sido el relativismo impenitente el único fruto que ha rendido esa promiscuidad teórica.

Cabría decir lo mismo en otros campos, como la política o la ética, donde tampoco la historia reciente recapitula sucesos muy ejemplares. Pensemos en la escrupulosidad con que clasificamos nuestros desperdicios -papel, en el cubo azul; plástico, en el amarillo; sobras, en el marrón-, en las precauciones lingüísticas con que andamos para no herir sentimientos o en el clima público/privado, donde la inmoralidad campa a sus anchas.

Sí, hablo de una inmoralidad, ciertamente, de andar por casa, poco patibularia, por decirlo así. De una perversidad a la que nos hemos acostumbrado: una mentira escasamente relevante, una calumnia vertida para medrar social o laboralmente, la hipocresía, el egoísmo o faltas de fidelidad o integridad leves, si es que pueden serlo…

Así, mientras los profesores de moral viven preocupados por idear casos para aplicar principios abstractos -¿harías que descarrilara un tren para salvar a cinco personas que trabajan en la cuneta? ¿Y si solo fuera uno? ¿Tirarías por la borda al prójimo para salvar la propia? ¿Apretarías el botón de la bomba aunque tuviera efectos colaterales?-, hemos perdido de vista que aunque esas preguntas son importantes para reflexionar acerca de los fundamentos de la acción, normalmente y por fortuna nunca nos las tenemos que ver con decisiones de ese tipo

Entre tantos expertos y tanta rendición de cuentas públicas se pierde el sentido común y aquella lección aristotélica, según la cual lo importante no es saber qué es el bien, sino cómo ser buenos

Vídeo del día

Abascal: “Hemos asistido a un bochorno internacional de consecuencias incalculables”

 

Abran un libro cualquiera de filosofía práctica y solo en raras ocasiones encontrarán algo que les sirva realmente para su vida. Sospecho que en ello algo tiene que ver Kant, que posee el dudoso privilegio de haber abierto en canal la ética desechando, precisamente, lo que otros sabios, como Aristóteles o Platón, consideraban el fin primordial de la buena acción: la felicidad. Y es que es indudable que para un espíritu mediterráneo la ética kantiana, la del deber, es gris y cenicienta como el cielo en el invierno de Hamburgo.

La moral kantiana se ha colado de refilón en nuestras prácticas sociales. Vayas donde vayas puedes encontrarte gruesos códigos deontológicos, normativas abstractas, reglas de conducta, libros de buenas prácticas y comités y subcomisiones de ética, que son como los tribunales de la inquisición, pero adaptados a la intransigente moralina posmoderna. Lo más bochornoso es que entre tantos expertos y tanta rendición de cuentas públicas se pierde el sentido común y aquella lección aristotélica, según la cual lo importante no es saber qué es el bien, sino cómo ser buenos.

Metan en una coctelera la rigidez de Kant, varias dosis de emotivismo y sensiblería, añadan una pizca de fariseísmo y obtendrán el brebaje moral que se desparrama sobre la esfera pública y que, muy sutilmente, aplica de una forma artera eso de no dejar que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda. Es la transposición casi demoniaca de la doctrina cristiana.

Platón sabía que la sociedad no podría regenerarse sin un previo cultivo de la virtud individual. Posiblemente la lucha contra la corrupción y el desprestigio de la política no dará frutos hasta que nos decidamos a indagar, antes de las elecciones, el temple moral de quienes se postulan para gestionar el bien común.

En la situación en que nos encontramos, me ha extrañado no hallar en las discusiones morales y políticas más recientes estudios sobre la relevancia de la virtud personal en la marcha de las polis contemporáneas. Especialmente en la filosofía analítica se plantean desorbitados y existe una preocupación por concretar los criterios de la guerra justa, extender los derechos a otros vivientes no humanos o indagar sobre la repercusión de las intervenciones transhumanistas en la igualdad social. 

La lucha contra la corrupción y el desprestigio de la política no dará frutos hasta que nos decidamos a indagar, antes de las elecciones, el temple moral de quienes se postulan para gestionar el bien común

Pero esos intereses, que acaban por enflaquecer la excelencia ética del sujeto moral, como contraparte, le sobrecargan con una responsabilidad infinita. Al parecer, está en nuestras manos -y solo en nuestras manos- que el planeta se enfríe o caliente, el progreso de las naciones africanas, la expansión de los virus y las enfermedades, así como la suerte de generaciones tan venideras que cuesta precisar el grado de parentesco nos unirá a ellas. 

Esa sobrecarga político-moral tiene varios inconvenientes. En primer lugar, despista, ya que hace que, con el foco puesto en objetivos desorbitados, pasemos por alto bienes más próximos que sí dependen de nosotros. Por ejemplo, el bienestarismo se ocupa de la calidad del aire que respirarán los futuros habitantes de la tierra, pero no hay arrestos para cuestionar en público el aborto. 

Por otro lado, si nuestra acción más pequeña, como tirar de la cadena, puede desecar en unos cientos de años el continente, es posible que no deseemos levantarnos de la cama cuando suene el despertador. No hay espalda moral que aguante tanto peso porque bajo la losa de esa responsabilidad titánica se va achicando la motivación que necesitamos para seguir siendo buenos. Preocuparse por el destino cósmico no es, gracias a Dios, nuestra tarea; a lo que debemos aspirar es a algo más prosaico, como es cuidar que broten en primavera las flores de nuestro jardín.