Suscitar el hambre por la palabra

Anne Carson, premio Princesa de Asturias de la Letras, siempre recuerda que la profesora que le enseñó griego en el instituto cambió su vida para siempre

Ilustración: Sobrino & Fumero.
Ilustración: Sobrino & Fumero.

Hay quien piensa que no es casual que los últimos premios literarios hayan recaído en mujeres, sospechando que también ahí rigen las cuotas. Pero de lo que no hay duda es de que, salvo alguna excepción, todos los años tanto el Nobel como el Princesa de Asturias rescatan del anonimato a escritores misteriosos, devolviendo su obra, tal vez olvidada, al primer plano de los escaparates. Hace apenas unos meses, un editor reconocía que había vendido en una semana más libros de Anne Carson, la poeta canadiense que ha obtenido el galardón español, que en todos los años que lleva publicando su obra.

Pero no es que corran malos tiempos para la poesía; lo que ocurre es que los versos nunca, ni en las épocas más idílicas, han bastado para abarrotar las gradas de un estadio o para rellenar el prime time. Y exista o no un motivo turbio en la concesión de los últimos reconocimientos, el hecho de que se llame la atención sobre el papel de la poesía en la cultura es una buena noticia porque nos obliga a recodar la importancia de las palabras y a cuidar de no extraviar su sentido.

En realidad, esa es la tarea de la cultura en general, no únicamente de lo poético. El mito del creador pesa tanto sobre nuestra forma de ver el mundo que no reparamos lo suficiente en que la cultura, en todas sus manifestaciones, sirve tanto para entender lo que nos rodea como para entendernos mejor a nosotros mismos. Poeta no es quien se dedica a acicalar baldíamente el lenguaje, sino el que lo emplea para descubrir aspectos insospechados que, de otro modo, nosotros, hombres menos sensibles, podríamos pasar por alto.

Poeta no es quien se dedica a acicalar baldíamente el lenguaje, sino el que lo emplea para descubrir aspectos insospechados que, de otro modo, nosotros, hombres menos sensibles, podríamos pasar por alto

Como indica Carson, la palabra abre ámbitos de encuentro entre los hombres. Grandes dosis de poesía -de esa poesía tan precisa y exacta, como la mano de un cirujano sirviéndose del bisturí, creada por esta mujer de rostro indescifrable y ascético- ayudarían sin duda a reparar el discurso, tanto personal como público, hoy irreparablemente vacuo. Algo parecido es lo que sugiere Daniel Gamper en su ensayo Las mejores palabras (Anagrama), donde analiza la relevancia del buen uso del lenguaje para la democracia y la manera en que se resiente la libertad expresión cuando nos despreocupamos de la forma de hablar.

Carson no pudo viajar a Oviedo para recibir el Princesa de Asturias, pero en el discurso que grabó –no exento de polémica- insistió en la tesis de que la poesía, la literatura, es un espacio a habitar entre todos. En su intervención hizo gala de su amor por las etimologías y aludió a que “agradecimiento” procede de la palabra griega que designa “gracia”.

“La gracia -explicó- es siempre recíproca. Va y viene entre el que da y el que recibe, igual que una luz o un sonido (…) La gracia va y viene entre el creador de una obra de arte y su audiencia como entre el que da y el que recibe un regalo. Ninguno podría existir sin el otro. Así que les agradezco profundamente esta gracia que hemos intercambiado entre nosotros”.

Solo por eso tendríamos que felicitarnos de que se reconociera la trayectoria de esta poeta canadiense, aunque en su caso se añade un mérito más: su condición de profesora de lenguas clásicas en la Universidad de Michigan. Carson ha conectado de una manera innovadora el saber antiguo con la estética de vanguardia, acercando el presente cultural más transgresor a un mundo que, aunque remoto, todavía tiene mucho que decirnos.

Esa síntesis entre tradición y originalidad la consigue a través de unos poemas con los que desafía los géneros y que, al situar en una misma línea a Marilyn Monroe y a Homero, o al descubrir el eslabón que une a Virginia Woolf con una inscripción arcaica, concibe al hombre emprendiendo un itinerario hacia el futuro, pero siempre “con el rostro vuelto hacia el pasado”.

 

Más compleja que la también poeta y ganadora del Nobel de literatura, Louise Glück, la obra de Carson es fragmentaria, epigramática y sugerente. Trata en ellas diversos temas, pero especialmente el amor y el desengaño. Ha dedicado un ensayo, recientemente publicado en castellano (Eros. Dulce y amargo) a reflexionar sobre la concepción griega de lo amoroso y el sentido de carencia que posee, así como a rastrear el surgimiento y desarrollo del romance. También lo hace en uno de sus principales poemarios, La belleza del marido, en el que despieza la historia fallida de un amor, desde que los protagonistas son apenas unos adolescentes, hasta que, infidelidad incluida, llega “por carta” la sentencia de divorcio.

Carson es hermética. Por contrato, exige que solo aparezca en la contracubierta de sus libros una exigua línea biográfica (“Anne Carson nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo”). Pero ha ayudado a que la poesía desborde lo literario, uniendo su oficio de bruñidora de palabras con el esbozo de dibujos, por ejemplo, o ensayando distintas representaciones artísticas que alcanzan la categoría de perfomance.

Carson ha ayudado a que la poesía desborde lo literario, uniendo su oficio de bruñidora de palabras con el esbozo de dibujos, por ejemplo, o ensayando distintas representaciones artísticas que alcanzan la categoría de perfomance

A Michael, su hermano, le dedicó con motivo de su muerte un libro extraño, Nox, en el que incluía fotografías y collages y donde las páginas están dobladas, formando una especie de acordeón. "Tras atravesar muchos pueblos y anchos mares/ llego, oh, hermano, a estas tristes exequias...", dice en su elegía, especialmente sentida tanto porque Michael cayó en las drogas como porque “un hermano nunca termina”.

Por otro lado, aunque es reacia a hablar de su vida personal y elude las entrevistas, no ha tenido reparo en recordar cómo prendió en ella la chispa por la cultura. Fue una adolescente difícil y no especialmente inclinada al estudio, pero descubrió por casualidad un libro de Safo y le cautivó la belleza visual del alfabeto griego.

Una profesora le transmitió los primeros rudimentos de esa lengua para ella prístina, como recién nacida, ayudándole a descubrir el sentido de las humanidades. “A esa profesora le debo mi carrera y mi felicidad”, sostiene. ¡Qué importante es contar con maestros, con profesores no obsesionados con cumplir programas o terminar temarios, sino enamorados con lo que transmiten y capaces de suscitar el deseo, el hambre, por la cultura!

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