Terry Eagleton, defensor de la gran cultura

Ya sea contra el ateísmo más beligerante o los mensajes posmodernos, este pensador británico destaca por su sentido común y su vasto saber

"Hay pocos intelectuales que, como Terry Eagleton, conjuguen la cultura enciclopédica con un estilo desenfadado y divertido"
"Hay pocos intelectuales que, como Terry Eagleton, conjuguen la cultura enciclopédica con un estilo desenfadado y divertido"

Hay pocos intelectuales que, como Terry Eagleton, conjuguen la cultura enciclopédica con un estilo desenfadado y divertido. Es un buen teórico de la literatura, tan bueno como para saber que las obras memorables y los autores clásicos ofrecen enseñanzas que traspasan géneros y tiempos históricos o que hay libros en los que late algo parecido a la eternidad.

Eagleton, además, siempre se ha distinguido por ir contracorriente. Por ejemplo, nunca ha ocultado su compromiso con la izquierda, pero al mismo tiempo ha cultivado un sincero interés por el cristianismo y la teología. Hace unos años, cuando se puso de moda el ateísmo beligerante, él salió con valentía en defensa de los creyentes y ridiculizó a quienes, desde el cientificismo, pasaban por alto el valor cultural y simbólico de la religión.

“Eagleton nunca ha ocultado su compromiso con la izquierda, pero al mismo tiempo ha cultivado un sincero interés por el cristianismo y la teología”

A diferencia de Richard Dawkins o Sam Harris, que abanderaban la guerra contra la supuesta superstición religiosa, lo que honra a Eagleton es su curiosidad infinita y su vocación de eterno estudiante. Es decir, intenta familiarizarse con el ámbito que estudia hasta el punto de convertirse en un auténtico experto. De hecho, en su contienda con los “nuevos ateos” les reprochó su desconocimiento de la historia de la teología. Si sabían de algo, era de los tópicos antirreligiosos, pero basarse en ellos no era, ciertamente, muy científico.

Para Eagleton, y con permiso de Laplace, Dios -concretamente, el cristiano- es una hipótesis insustituible. Y el crítico cultural británico se acerca a ella no tanto para verificarla como para explotar su potencial inspirador. El laicismo y la muerte de Dios solo han servido, explica, para erigir nuevos ídolos. Y más peligrosos porque el riesgo no está en absolutizar algo que, por sí mismo, es ya absoluto, sino en divinizar cosas mundanas como la nación, una concreta ideología, el dinero, la raza o el sexo.

Además de sus interesantes estudios sobre la deriva de la estética o la defensa tan vitalista que hace sobre las humanidades, fue especialmente oportuna la reivindicación de la dimensión trágica de la existencia. En todos sus ensayos, Eagleton se apoya en los clásicos para iluminar aspectos de la existencia centrales, pero que quizá por frivolidad o falta de lecturas nosotros, hombres y mujeres contemporáneos, pasamos por alto.

El dolor, la debilidad, la injusticia o el sufrimiento son tanto constantes ineludibles de la historia como los ingredientes que cocina la tragedia y precisamente su persistencia, que se nos antoja tan escandalosa, constituye el fulcro en el que se apoyan las ansias emancipadoras y transformadoras del ser humano. Superar la tragedia como género literario equivale a quedarnos huérfanos de esperanza, por muy paradójico que nos parezca.

“También ha tenido tiempo este pensador libre y obstinadamente independiente para salir al paso de la inconsistencia de la izquierda posmoderna”

Siendo fiel a su hábito de ir a la contra, también ha tenido tiempo este pensador libre y obstinadamente independiente para salir al paso de la inconsistencia de la izquierda posmoderna. Para alguien educado en el marxismo clásico, las nuevas lides abanderadas por el flanco progresista son pendencias descafeinadas, banales y triviales como los consabidos duelos en Supervivientes.

 

No es extraño que al que todavía se apasiona con el mensaje igualitarista y universal de la izquierda de más abolengo le parezca hiriente perder el tiempo con los problemas de género o las demandas identitarias porque supone dejar de guiarse por el foco de las condiciones materiales de la existencia.

En efecto, a quien ha pasado sus años corriendo delante de la policía, urdiendo huelgas en fábricas llenas de humo o reivindicando en octavillas ciclostiladas derechos básicos de los trabajadores no le puede parecer más que una distracción o berrinche de niños malcriados trasplantar algo tan serio como la lucha de clases al campo de la lucha identitaria.

Eagleton es uno de los últimos defensores de la gran cultura que nos queda. Gran cultura quiere decir, en este contexto, también cultura humana, lugar compartido, espacio de encuentro. Quizá por haber leído y frecuentado tan asiduamente a aquellos “gigantes en hombros de gigantes” que son los clásicos nos parece él también un titán que se levanta, con esperanza, para proteger los restos de este naufragio cultural que atravesamos.

Por todo ello, es una buena noticia que se haya publicado en el Reino Unido, hace apenas unos días, su último libro. Al parecer, en él rinde un tributo sentido a otros valientes que le precedieron en la tarea de apostar por valores culturales objetivos. Otros críticos antes que él, como T. S. Eliot o F. R. Leavis, se propusieron estudiar el sentido intrínseco de cada obra, sin aspirar a descifrar claves genealógicas, económicas o sexuales. A ver si se traduce pronto el nuevo texto y conseguimos disipar el trasfondo político e ideológico que tendemos a atribuir hoy a todo.

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