El veneno de la opinión pública

No solo la prensa amarilla ofrece sensacionalismo y escándalo, sino que es el clima social el que se inclina por esa pendiente peligrosa

“El amarillismo lo invade todo, desde las noticias sobre Afganistán hasta la investigación de supuestos delitos de odio, vislumbrándose su tono cegador también en los debates parlamentarios y en las tertulias radiofónicas ”.

El moderno impenitente piensa que ha inventado la pólvora, cuando, en realidad, desde que Prometeo robó el fuego a los dioses lo que hemos hecho es repetirnos inmisericordemente. Muchos de nuestros últimos descubrimientos o modas no son más que sucedáneos, fantásticas adaptaciones de hallazgos vetustos y añejos como la rueda. Aprendemos más de nuestra forma de ser contemporánea leyendo a Heródoto que consultando las últimas novedades en internet. Nihil novum sub sole

Sucede, por ejemplo, con la posverdad, un concepto inventado por algún entusiasta que acuñando el término demostró dominar mejor el marketing que la historia de las ideas. Y podríamos seguir porque cabría interpretar la obcecación con las series como una suerte de trasunto de nuestra pasión congénita por las narraciones. Antes la familia se reunía junto al fuego, mientras se leía en voz alta. Es posible, ciertamente, que agarrar el móvil para enchufarse a Netflix no sea exactamente lo mismo, ni tenga las mismas consecuencias desde un punto de vista espiritual, pero lo que dispara ambas actitudes es, en última instancia, algo parecido.  

También el principal cáncer que corroe la opinión pública, el amarillismo, o la tendencia a explotar las estridencias, tiene un origen arcaico. Desde tiempos inmemoriales, empleamos señuelos como estrategia para ganar admiradores o seguidores. Tal vez desconociéndolo, los expertos en comunicación utilizan vocablos extraños y campanudos, como clickbait, por ejemplo, para referirse a lo que todos hemos hecho de niños y lo que algunos medios, al parecer empeñados en no crecer, siguen haciendo: engatusar a un tercero para conseguir sus propósitos.

Se organizan congresos y se publican artículos, incluso se ofrecen estudios empíricos para medir el tiempo que tarda una persona en pinchar sobre un titular tan inusitado que, al menos intuitivamente, a nadie se le escapa -ni siquiera al que sucumbe a la tentación- que aquellas imágenes y aquellas letras se han dispuesto únicamente para cosechar más visitas y, de ese modo, seguir engrasando la máquina de los ingresos publicitarios.

El principal cáncer que corroe la opinión pública, el amarillismo, o la tendencia a explotar las estridencias, tiene un origen arcaico

Sea como fuere, lo cierto es que el amarillismo lo invade todo, desde las noticias sobre Afganistán hasta la investigación de supuestos delitos de odio, vislumbrándose su tono cegador también en los debates parlamentarios y en las tertulias radiofónicas. La prensa rosa deja ese color para ser indistinguible del que tiene el envés del capote porque ha dejado de lado los romances y el glamour para explotar presuntos casos de violencia. Hasta el punto de que algunos programas se han erigido en portavoces de la justicia popular, declarando inocentes a algunos y condenando a otros sin posibilidad alguna de apelación.

La propensión al escándalo es más nociva que la mentira por dos razones, principalmente. En primer lugar, porque hoy se ha desbordado el ámbito de la opinión pública, de modo que nuestra vida transcurre en medio de ella. Todo es opinión y se defiende no con la suavidad de los argumentos, sino con el ardor de quien se levanta cuando le insultan. Es decir, antes podíamos cerrar el periódico o apagar la televisión y con ello nos alejábamos de ese ruido pertinaz y venenoso. Pero hoy todo nuestro ambiente se ha teñido de un amarillo chillón, vocinglero y llamativo. Así, donde pervive el escándalo no es en la prensa o, al menos, no únicamente allí. Y, en segundo lugar, porque a un embustero se le ve venir de lejos. El cínico es más sutil, más taimado, como la serpiente en el Edén. 

Por todo ello, tiendo a pensar que lo que antes era preceptivo para quienes estudiaban ciencias de la información, ahora debería ser obligatorio para todo ciudadano. Me refiero a repasar -casi deberíamos decir que estudiar- las buenas películas sobre el periodismo. Ahí está, por ejemplo, Ciudadano Kane, que refleja los peligrosos vínculos entre los medios y el poder y los desfiladeros a los que conduce la vanidad. O Primera plana, de Wilder, un maravilloso filme que, en clave de comedia, revela lo que personas sin escrúpulos hacen por una exclusiva.

Antes podíamos cerrar el periódico o apagar la televisión y con ello nos alejábamos de ese ruido pertinaz y venenoso. Pero hoy todo nuestro ambiente se ha teñido de un amarillo chillón, vocinglero y llamativo

 

Mi preferida, sin embargo, es El gran carnaval, del propio Wilder, porque hemos perdido sensibilidad y nuestra inteligencia es más obtusa, de modo que conviene más frecuentar el drama que la comedia. Debemos ser más directos y francos en la crítica si queremos que se nos entienda. Además, la película constituye un magnífico manual de lo que el buen periodista -por tanto, hoy, todos- tiene necesariamente que evitar. Las frases de Chuck Tatum, el protagonista, un redactor que busca dinero y gloria en las tierras polvorientas de Nuevo México, deberíamos grabárnoslas a fuego y hacer, precisamente, lo contrario de lo que aquel sugiere.

Tatum, interpretado por Kirk Douglas, es capaz de “morder a un perro” con tal de que su artículo salga en portada. No es un periodista de raza, sino un hombre obsesionado consigo mismo. Ha aprendido todo lo que necesitaba saber sobre el periodismo vendiendo periódicos desde niño por las esquinas. 

Despedido de innumerables medios, fracasado, pero anhelando hacerse con un hueco en la historia de la prensa, Tatum muestra su cara más inhumana, alargando y distorsionando con innumerables dosis de sensacionalismo el drama con el se topa: la triste historia de un minero indio atrapado en lo más íntimo de una montaña.

  Más allá de la trama, la película es recomendable porque expone hasta dónde llega el cinismo y el desencanto. Tatum cree, como la prensa amarilla, que una buena noticia no es una noticia. Que las malas se venden mejor. Algunos, en las redes, piensan lo mismo y de ahí que sea menester protegernos frente a ese tóxico que emponzoña y envilece el clima de nuestra cultura y nuestra ciudad.

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