El verano, una estación para leer

Para aprovechar los días de asueto, muchos buscan recomendaciones literarias. Aquí se ofrecen unas cuantas

“El momento es propicio para esas novelas tan bien hilvanadas que han aguantado el paso del tiempo”.
“El momento es propicio para esas novelas tan bien hilvanadas que han aguantado el paso del tiempo”.

No falla: casi siempre aquellos que me piden recomendaciones de libros son los mismos que se quejan de que apenas tienen tiempo para leer. No hay actividad más deseada -y más pospuesta- que la de la lectura. Y bien pensado, quizá sea ese el problema: hasta que no nos convenzamos de que leer es algo ordinario -y muy divertido- no conseguiremos meternos en un libro con la pasión del pez que busca el agua.

Hay cursos para mejorar la velocidad de lectura e incluso se oferta un seminario con el que se supone que uno logra leer libros en una hora. Temo que quien lee con ese frenesí se pierda algo de los grandes placeres de la lectura, que rebasa la mera transmisión de datos. Por ejemplo, todo lector -todo lector auténtico- ha sentido tristeza al acabar un libro, del mismo modo que nos apena quedarnos sin pan en la despensa.

Y aunque sea enfermizo, sé de algunos que se lamentan de haber leído un volumen porque les gustaría volver a abrirlo con la misma inocencia con que lo hicieron por primera vez, para toparse, también por vez primera, con la maravilla de un relato o la belleza de las palabras que contiene.

En cualquier caso, no se trata de hablar otra vez de los vicios inconfesables del lector empedernido, sino de facilitar que el neófito cumpla con el propósito de aprovechar el tiempo estival para sumergirse en un texto. Para calentar motores, suelo recomendar nutrirse con las vitaminas de un librito ya clásico. Me refiero a Como una novela, de D. Pennac. Se trata de un ensayo estimulante y, sobre todo, desprejuiciado, que puede ahorrar muchos quebraderos de cabeza al nuevo lector en los días subsiguientes. 

Como las tardes de verano son largas e interminables, creo que el momento es propicio para esas novelas tan bien hilvanadas que han aguantado el paso del tiempo

La manía de la autoayuda -peor aún, la familiaridad con sus temas- me ha hecho bastante escéptico con nuestro tiempo, acostumbrado a difundir recetarios para solventar cualquier cuita. No sé si ha sido la necesidad o mi tenaz imperfección -la resistencia al cambio, por decirlo de otro modo- lo que finalmente ha terminado por convencerme de que el secreto de casi todo no es imitar la conducta de los vendemotos, sino más bien seguir nuestra vilipendiada voz interior.

Desde este punto de vista, el libro de Pennac me gusta porque responde a los interrogantes que puede tener cualquier lector amateur con la sinceridad y honradez con que respondería no tanto el que sacraliza la lectura como una diosa lejana, sino el que la ama cercana y cotidianamente.

¿Hay que terminar obligatoriamente un libro soporífero? ¿Podemos saltarnos páginas? ¿Se pueden leer varios libros a la vez? ¿Y subrayarlos? A todas estas preguntas, el sabio de Pennac contesta del mismo modo que contestaría un niño, es decir, de manera irreverente. O sea, con la respuesta más acertada.

Y, después de Pennac, ¿qué recomendaría? Como las tardes de verano son largas e interminables, creo que el momento es propicio para esas novelas tan bien hilvanadas que han aguantado el paso del tiempo. Si no lo han hecho, atrévanse con Tolstoi, con Proust, con Melville, con Cervantes, y dense buenos atracones. No sé por qué tenemos la manía de aguantar con un relato literario semanas y meses en la mesilla y, en cambio, las películas o las series hay que verlas de un tirón.

 

No sé por qué tenemos la manía de aguantar con un relato literario semanas y meses en la mesilla y, en cambio, las películas o las series hay que verlas de un tirón

A quienes desean profundizar en los secretos del mundo y la existencia, me gusta recomendarles El diario de la felicidad, de N. Steinhardt, un judío rumano que, encarcelado por motivos políticos, se convierte al cristianismo durante su estancia en prisión. Más tarde, Steinhardt ingresó en un monasterio ortodoxo y dio a la imprenta estas reflexiones escritas a vuelapluma durante su encierro. Sería difícil resumir su contenido, a medio camino entre el libro religioso, el ensayo filosófico y la autobiografía, pero, en conjunto, lo que ofrece es un manual para acabar con la superficialidad existencial.

Ya he recomendado en esta sección a Baricco, a Wiesenthal, a Eliot, y estos autores son también buenos compañeros durante la canícula. El desierto de los tártaros o El jardín de los Finzi-Cotini constituyen otras opciones idóneas para un baño de sol en una buena y cómoda hamaca. Acabo de recomendar a un amigo las novelas -todas- de Wallace Stegner, un animal de la prosa, que ahonda con mucha precisión sobre la psicología de los personajes.

Por cambiar las tornas y lanzar una moneda al aire, he aquí algunos de los títulos que llevaré en mi maleta: La senda de Aristóteles, de E. Hall (Anagrama), la biografía de Bauman, el que acuñó la metáfora sobre la modernidad líquida, que ha publicado Paidós, El eje del mundo, de Luri, la poesía completa de Frost y los tomos de Heródoto. Una dieta variada y muy atractiva.

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