Darse cuenta

Lo primero que dice Descartes en El discurso del método viene a ser, en resumen, que el sentido común es la cosa mejor repartida del mundo porque hasta los que con nada están satisfechos, creen que sentido común, no necesitan más del que tienen.

Una manifestación del sentido común es la capacidad de darse cuenta de las cosas. Sea cual sea la ración de sentido común que a cada uno nos ha correspondido, conviene utilizar al máximo esta capacidad. Ejercerla es siempre benéfico, por desgarrador que pueda resultar el precio que se paga por ello.

De hecho existe toda una psicoterapéutica que gira en torno al darse cuenta. También hay todo un arte que consiste en conseguir evitar que nos demos cuenta. Se le llama magia o, más cautamente, prestidigitación. Aunque a veces debería llamarse política.

El prestidigitador trata de que no nos demos cuenta de las cosas atrayendo nuestra atención hacia otra parte. No es que las cosas dejen de existir o que broten de la nada, es que alguien consigue que no miremos hacia allí donde van a parar o hacia el lugar de donde salen.

Si miramos en la dirección correcta y no en la que pretenden que miremos nos daremos cuenta de algunas cosas que tal vez nos sorprendan pero que estaban ahí desde el principio.

Por ejemplo, conviene que nos demos cuenta de que, nos guste o no, la monarquía de este país es fruto de un referéndum que tuvo lugar en 1947 y del que resultó la Ley de la Sucesión a la Jefatura del Estado y más tarde, de otro referéndum del que resultó la actual Constitución de 1978.

O sea que cuestionar la legitimidad de la monarquía argumentando que es una herencia impuesta por un dictador es desviar la atención de la realidad.

Pretender que es una institución obsoleta y medieval, cuando funciona en las democracias más estables de Europa, es desviar la atención de la realidad. Contraponer democracia y monarquía – como alguien se ha atrevido a afirmar con evidente sandez- en un país en que la monarquía ha sido el principal motor de la democracia, es desviar la atención de la realidad.

Igualmente es necesario caer en la cuenta de que, en todo Estado de Derecho, la Constitución está por encima de cualquier otro derecho y que mientras no se reforme, es la norma suprema a la que deben someterse todos los ciudadanos y las instituciones. Para conseguir reformarla existen unos cauces y mientras no se sigan no hay legitimidad en la que se pueda basar ninguna pretensión.

 

O sea que no se puede tachar de inmovilista, por esa razón, a nadie que se niegue a negociar con desprecio de la Constitución.

Esgrimir derechos de autodeterminación apoyándose en la voluntad de los pueblos de segregarse del estado, por encima de la norma suprema que obliga a esos mismos pueblos, también es desviar la atención de la realidad, sobre todo cuando la realidad dice que más de la mitad de un pueblo está, precisamente, en contra de la segregación.

Tampoco estaría de más caer en la cuenta que pretender atraer la atención sobre lo mucho que se está dispuesto a hacer por las libertades del país ocultando la vinculación manifiesta con dictaduras, terroristas y sistemas de gobierno que conducen a la ruina es desviar la atención de la realidad.

Disfrazar el rencor añejo de memoria histórica también es desviar la atención de la realidad, que muestra el gigantesco esfuerzo con que todo un colectivo logró superar un pasado traumático.

Mostrarse ávido de paz invocando la necesidad de perdonar los crímenes cometidos, sin reconocerlos antes como tales crímenes, es igualmente desviar la atención de la realidad, y más aún si se muestra complacencia por haberlos cometido y a la vez se pretende disimular la voluntad de seguir cometiéndolos.

Los argumentarios basados machaconamente en el “y tú más” son tal vez la muestra más frecuente (y más burda) de intentos de desviar la atención hacia un lugar apartado de la realidad.

La terapéutica basada en el darse cuenta, a que se hace referencia al principio, utiliza una herramienta que ayuda poderosamente a caer en la cuenta de la realidad. Consiste en preguntar y preguntarse “cómo” en lugar de “por qué”.

La razón es sencilla: los “por qué” pueden inventarse; los “cómo” hay que describirlos. Y para eso es necesario un conocimiento que los prestidigitadores suelen obviar, pues indagarlo equivaldría a revelar la superchería.

Por ejemplo, cabe preguntarse:

Cómo se puede lograr crear empleo facilitando el despido. La realidad nos mostrará enseguida que se creará empleo, sí, pero de peor calidad y en peores condiciones.

Cómo se puede establecer una renta mínima para todos sin aumentar los ingresos del Estado o disminuir sus gastos. La realidad no tardará en abofetearnos con la imposibilidad de sacar de donde nada se mete previamente.

Cómo se van a detener los desahucios sin reformar antes la ley que los ampara. La realidad enseña que anunciarlo no pasa de ser una falacia.

Cómo se van a conseguir mejores condiciones de trabajo sin reformar la ley que permite empeorarlas. La realidad nos muestra que es una pretensión vacía.

¿Cómo están hechas las cosas para que un poder con mayoría absoluta en lo legislativo y en lo ejecutivo haya sido incapaz de lograr esas reformas? La realidad enseña que el poder no está donde se pretende que está: en manos de la voluntad del pueblo.

Cuentan que Cicerón, cuando se encontraba con una situación complicada en su bufete, se preguntaba: Cui prodest?, esto es: “¿A quién beneficia?”.

Viendo las reticencias, cuando no las negativas a sentarse y negociar, sin abdicar de vetos y líneas rojas, parece prudente preguntarse cómo se plantean el poder los que pretenden ejercerlo en el futuro inmediato. Se diría que cada cual pretende beneficiar a su facción y muy pocos piensan en el bien común, como se hizo en la modélica transición que dio lugar a esta democracia.

Con lo cual cabe preguntarse: ¿Cómo vamos a convivir en el mundo que nos espera? ¿Enrocándonos en posiciones inamovibles? ¿Lanzándonos a la conquista solapada de nuevas mayorías absolutas, tan impunes e inoperantes como siempre? ¿Provocando enfrentamientos entre las dos mitades del país?

Decía Einstein que una muestra de demencia es insistir en hacer las cosas de la misma forma pretendiendo que van cambiar los resultados.

¿Es que nunca nos vamos a dar cuenta?

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