Artículo sobre las virtudes éticas y la retirada de Simone Biles

Roma.
Roma.

«Y entonces llegó la suerte de Atalanta; ella, viendo la gran fama de un atleta, no pudo resistir la tentación». Así reza, en su inmortalidad, en el colofón de sus antiguas páginas, el diálogo ‘República’ de Platón, sobrenombre que la tradición ha querido conservar y que recibió por parte de su profesor de gimnasia debido a la anchura de sus espaldas. Casi 2.500 años después del origen de la experiencia ultramundana de Er el armenio en el pasaje platónico, el mundo ha visto claudicar a Simone Biles, la atleta olímpica afroamericana, ante los tambores de guerra olímpicos, esos cuyo ruido antaño al resonar conseguía enmudecer la diplomacia y los conflictos entre polis. Hoy parece que esos paréntesis son cuasimitológicos. Entre vítores y aplausos, la retirada de Biles ha supuesto, para algunos, un halo de verdad en la sombrecedora mentira; para otros, nada nuevo bajo el sol. En su rendición se funda el mito.

Tal como relata Sócrates en el pasaje, bajo la atenta escucha de su pupilo Glaucón, el alma de Er, antes de su resurrección, había iniciado un recorrido en el cual su visita al Inframundo no estuvo exenta de estupor al cruzarse con los celebérrimos espíritus de Orfeo, Áyax y Agamenón. Por el maltrato y la injusticia recibida como hombres, apasionados y belicosos, las tres almas decidieron, ante el trono de la Necesidad, no ocupar cuerpos humanos. Orfeo, por su parte, transmitió su voluntad de tomar el cuerpo de un bello cisne -ave cuyo canto, según los griegos, antes de morir expresa la alegría de ser librada de su cuerpo-, apesadumbrado por culpa del camino fatal al que le habían arrojado las mujeres. La peregrinación de las almas ante Er prosiguió hasta la llegada de Atalanta, que, conociendo la fama y los honores divinos que se prodigaban a los atletas, la inmortalización de sus hitos en el devenir de los siglos, consagrados así en efigies, poemas y en los ecos del relato, optó por tomar el cuerpo de uno. Los atletas, tanto en la Antigua Grecia, como en el Imperio Romano y en el presente, han sido idolatrados por encarnar las mejores cualidades del hombre, y la mujer, a excepción del primer período que abarcaron los Juegos Olímpicos, pues su participación y su asistencia estaba prohibida. 

Asimismo, partiendo de la máxima de los estoicos, atribuida a Epicteto, «sustine et abstine», es decir «soporta y renuncia», de las cualidades de los atletas modernos podrían decirse muchas cosas. De Biles, por mucho que traten de impedirlo algunos columnistas, maniatados por la corrección política, también. Y a pesar de que sería insolente despreciar la carrera de la gimnasta más laureada de la historia, tal como refleja su impecable palmarés, la retahíla de mensajes condescendientes que han surgido tras su renuncia, provocada por un ataque de ansiedad —cuya causa no es, en absoluto, despreciable—, es un ataque frontal a las virtudes de los atletas. Cabe aquí señalar, para los despistados, que «abstine» no es equivalente o atribuible a la ‘renuncia’ de la competición olímpica, sino que los estoicos destacaban el rechazo de los vicios, cualidad ostensiblemente ausente en algunos atletas modernos, así evidenciado en la fiesta que han montado los deportistas eslovenos recientemente, o en la misma decisión del Comité de disponer de camas ‘antisexo’ en la Villa. Algo nada sorprendente en nuestra civilización occidental —nada que decir sobre los autómatas chinos—, que pronuncia sus agónicos estertores y que, por consiguiente, confunde el vicio con la virtud. Con todo, de agón, contienda, dialéctica y sacrificio los atletas tomaron cuatro tazas al elegir su camino. Si Atalanta hubiera conocido la vida de un atleta del presente, ¿habría optado por ocupar el mismo cuerpo?

«Hay que priorizar la salud mental». La amarga melodía del requiem deportivo de Biles, que no descarta su resurrección, invocó palabras que han resonado estos últimos días en los medios para palmear su hombro y deleitarnos con la lección pedagógica que reza sobre el «otra vez será». Es obvio que, para la gimnasta, no tuvo que ser en absoluto una decisión fácil, pues suponía echar por la borda la preparación anterior a la competición y, además, teniendo en cuenta que la categoría deportiva era por grupos, la elección de ‘dejar de lado’ a sus compañeras de equipo era drástica. Paralelamente, hay quienes opinan que la superioridad del equipo ruso amedrentó a Biles sobrecogiéndola de tal manera que no pudo soportar la presión. Sea como fuere, la reacción de algunas personalidades (políticos, deportistas, opinólogos, sicofantes, etc.) ha sido determinante para, al menos en un intento, sacar varias conclusiones. Y es que ¿acaso la fortaleza y la templanza -virtudes cardinales junto a la prudencia y la justicia- no son inherentes al atleta? ¿Acaso no deberían ser esas cualidades las que esos ecos vociferantes destacaran de un deportista? ¿Por qué ser condescendiente con quien, perteneciendo a la élite más alta y selecta, decide abandonar una competición tan importante en el último instante por un ataque de ansiedad?

No abruma que, al fin y al cabo, a la generación millennial y a las subsiguientes, criadas entre algodones, se las considere, en conjunto, como la ‘generación de cristal’. El apelativo, sin embargo, da la espalda al producto que resulta de la reiterada condescendencia. Una innecesaria compasión que atiborra hasta el empacho a los trastornos como la ansiedad al ‘publicitarlos’, que no ‘visibilizarlos’, como si irremediablemente ciegos fuéramos incapaces de mantener nuestros párpados en tensión, bien abiertos, y miráramos sin miedo, desafiantes, a nuestros demonios y ajenos. Quizá si sustituyéramos la autoayuda y otras pérfidas narrativas por un sólido planteamiento de soluciones, se podría evitar que la magnanimidad de Biles, y la de otros afectados por pequeños grandes deslices, se ahogara trágicamente en el Leteo.

 

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