Camino de la disidencia

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Winston Smith no podía escribir en su diario. Su osadía tras haber adquirido uno y, a escondidas, atreverse a redactar unas líneas  en su propio hogar le había estigmatizado de tal forma que el miedo y la desconfianza se habían apoderado de su ser, de un cuerpo sacudido por la distópica realidad "orwelliana" que vivía en "1984".

Tú, a principios de 2021, estás en la misma tesitura después de haber escrito en Twitter aquel tuit plagado de agresivos caracteres o subido aquel post a Facebook criticando a los que, ahora con el poder en sus manos, han mudado su odio genético por una piel extremadamente sensible. Ellos pagan, ellos mandan; ellos mandan, ellos pagan.

Aquella vez, recuerda, te pegaron un buen tirón de orejas en forma de suspensión temporal de tu red social. ¡Castigado! No podías publicar. El Ministerio de la Verdad y el mallete de su juez único no admitieron tu presunción de inocencia.

Entonces, el implacable mazo de los censores del pensamiento único había dictado sentencia señalándote, además, por ejercer tu derecho a la libertad de expresión y, según ellos, abandonar el camino marcado por una exclusiva hoja de ruta, la de "su" nueva normalidad, cuyo rastro pestilente te empujaba a buscar nuevos horizontes, tu zona de confort, entre los distantes laberintos de la disidencia.

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Y todo se ha ido gestando con absoluto sigilo, casi sin enterarte, en este nuevo campo de batalla en el que nuestro mundo se ha convertido. Hay desgaste, como aquel insufrible attrition del frente occidental durante la Primera Guerra Mundial, y, sobre todo, pérdida de moral ante el caos impuesto y el desmoralizador devenir de nuestros días.

Paradójicamente, no has visto obuses o estelas del fuego de los proyectiles. Tampoco has tenido que ponerte el casco antifragmentos, cavar tu trinchera o refugiarte en un búnker para protegerte de disparos o morterazos de un enemigo que, ahora, parece ser invisible, descontrolado y con diversas formas existenciales y, a su vez, destructivas. 

Algunos han logrado ver una aniquiladora alianza de la pandemia, su devastador efecto, y los medios que rigen nuestros designios. Éstos han quedado coartados, restringidos y, en ocasiones, borrados de cualquier intento de disfrutar libremente del presente o fijar expectativas para un futuro en el que sólo vislumbras discordia, fracción y, sobre todo, incertidumbre. Y del pasado, ni hablar. La neolengua y las leyes aprobadas para cribar la verdad histórica han sacado su músculo totalitario ad hoc para, haciendo uso de la manipulación, controlar todo vestigio pretérito.

La ilusión ya no existe, tu esperanza está bajo mínimos históricos y pareces haber pedido un tiempo muerto para reforzar esa fe que, no hace mucho, andaba descarriada entre los recovecos de una vida tan ocupada.

 

Ahora, te aferras a ella, es tu tabla de salvación para intentar salir a flote y salvar los muebles de una realidad confrontada con tu distante discurso, ese que, sin pelos en la lengua, abusa de la lógica y el sentido común para revertir la situación y confundir al algorítmico vigía que, 24/7, te acecha, controla y acusa ante la policía del pensamiento de la que huían Julia y Winston para evitar caer en las garras de O'Brien y en la habitación de la tortura, la 101, donde sus sueños de libertad eran exterminados por un implacable lavado de cerebro. 

Hoy, esa sala de sufrimiento y dolor es el mundo que te rodea, el aire que no te dejan respirar, el ocio que no puedes disfrutar, las palabras que no puedes decir, el pensamiento que no puedes expresar, los pasos que no puedes dar y, si los das, corres el riesgo de la detención, como el tío de Clarisse en "Fahrenheit 451" ante aquel perplejo Montag acostumbrado a quemar libros y privar de la lectura y el conocimiento a los que no querían ser felices a la fuerza.

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