Mi capitán: In hoc signo vinces!

Batalla del puente Milvio.
Batalla del puente Milvio.

Con su permiso, mi capitán, permítame que le exprese mi decepción y sorpresa por el triste desenlace de su cese tras lo acontecido a pies de la Cruz. Y, precisamente, no me refiero a la decisión en sí y su ejecución sumarial ipso facto, sino al silencio, ese maligno síntoma de debilidad y complicidad, que, por desgracia, se está consolidando en instituciones que deberían defender acciones tan decididas como la suya al mismo tiempo que promover mensajes como los del padre que bendijo a España y a los soldados de su compañía. Es cuestión de valores y tradiciones, justo lo que provoca el odio y el rencor de "indulgentes" detractores de índice y gatillo fáciles.

Ese mutismo tan propio de portadores de  tibieza y complejos a partes iguales no hace más que refrendar el ocaso de una civilización occidental y una religión en vías de extinción asediadas desde sus propias entrañas, desde el profundo cainismo que inunda venas vacías de sangre y corazones ajenos al valor.

Por otro lado, resulta ciertamente paradójico el patético hecho de continuamente cacarear himnos o discursos de tolerancia y democracia cuando, por lo tristemente visto y vivido por su tropa, hay asuntos divinos de una determinada confesionalidad que no dejan de estar en el punto de mira de los autoproclamados tolerantes y demócratas, poseedores de un pensamiento único con enfermas fijaciones contra las representadas por símbología o acciones relacionadas con la fe católica. Lo del respeto, indudablemente, tampoco es que se estile mucho entre esa caterva de opositores que aúnan odio, rencor y subvenciones para fomentar la fracción social mientras satisfacen sus estómagos agradecidos.

Y el significado de esa Cruz, mi capitán, me ha trasladado a otra situación límite alejada en el tiempo; concretamente, a la derrota de Majencio a manos de Constantino, únicos emperadores de la otrora tetrarquía diocleciana de Roma, una vez que otros augustos habían perdido su poder político y militar.

El conflicto había llegado a las puertas de la Ciudad Eterna tras la muerte en combate de Constancio Cloro, padre de un Constantino que reclamaba protagonismo, parabienes y recompensas per traditio y por la gran cosecha de victorias ante los enemigos de Roma: pictos, germanos, alamanes y persas.

Y ese conflicto se iba a hacer aún mayor como consecuencia de las predicciones de los oráculos que anticipaban la muerte segura del poderoso Majencio y la derrota de su numeroso ejército si se atrevía a abandonar las murallas romanas. Sin embargo, el ansia de vencer y su hipotética condición de superioridad le impulsaron hacia el puente Milvio, a las afueras de la ciudad, para luchar por el Imperio y, finalmente, morder el polvo ante el empuje de un bendecido enemigo.

Corrían los últimos días de octubre del año 312 cuando aquellos malos augurios iban a hacerse realidad. La cabeza de Majencio regresaba a su origen clavada en uno de los lábaros de los centuriones de Constantino quien, en los prolegómenos de la contienda, había espiritualmente reforzado su fe y confianza en la victoria al contemplar una gran luz en el cielo con el anagrama del nombre de Cristo y, además, escuchar una voz interior que misteriosamente le decía "In hoc signo vinces!" ("Con esta señal vencerás").

Aquella luz, aquella señal, aquella victoria, mi capitán, en presencia de la Cruz tienen el mismo simbolismo que su valiente gesto en busca de la protección divina que, en los actuales y convulsos tiempos de catacumbas que vivimos, pueda proteger nuestras libertades individuales ante insistentes restricciones y la sobredosis de un buenismo teñido de la intolerancia del Mal. 

De igual forma, siempre nos quedarán fe, esperanza y lo que vertical u horizontalmente representa esa Cruz, la misma que sobrevivió a las eternas y salvajes persecuciones de cristianos ordenadas por Diocleciano antes de que la luz de Cristo se hiciese visible en la batalla para liberarnos de la tiranía.

 

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