Un cóctel amargo: mayores, residencias, pandemia, aburrimiento

Residencias coronavirus. Foto cedida por el autor del texto.
Residencias coronavirus. Foto cedida por el autor del texto.

Hay dos formas de encarrilar un tema: desde el rigor académico y desde un prisma muy humano. Una joven filósofa, Josefa Ros Velasco, doctorada con Premio Extraordinario por la UCM (Universidad Complutense de Madrid), posee el raro don de hacerlo desde ambos ángulos, según quiénes sean sus lectores. Esta versatilidad es plausible: gracias a ella, la gente del montón que no entenderíamos sus planteamientos científicos podemos acercarnos a la materia que domina, el aburrimiento, precisamente sin caer presos de él. Difícil arte del que fueron dueños, entre otros, Schopenhauer y, sobre todo, el inmortal Ortega.

Sorprende que alguien que irradia vitalidad esté entregada de cabeza, pero también de corazón, a la investigación de materia tan fea como el aburrimiento. Sorpresa relativa, pues difícilmente un aburrido carente de hálito vital podría aportar sino más de lo mismo.

No nos detendremos en su nutrido currículo, festoneado con algunos premios destacados (puede leerse en Internet). Una vez sentado que el rigor no le es ajeno, nos centraremos en el blog “Investigación” del CENIE (Centro Internacional sobre el Envejecimiento). Uno de sus artículos lleva este título tremendo: “¿Puede uno morirse de aburrimiento?” Trabajo que, aunque breve, compendia sus ideas al particular. Además, en estas colaboraciones emplea el lenguaje cordial, entrañable, ajeno a academicismos que hemos sugerido en el primer párrafo. Más claro: es la suya una escritura nada aburrida. E, incluso a veces, con derrames de un humor que se agradece, pues siendo asunto tan seco como un polvorón de Estepa, humedecerlo en una dulce bebida andaluza quitapenas o espirituosa catalana ayuda a pasarlo.

La primera frase del artículo es pórtico adecuado para poner al lector sobre aviso de lo que vendrá después:

“El aburrimiento no es cosa de broma (…) Que el componente mortal del aburrimiento pase de la metáfora a la literalidad puede ser cuestión de tiempo”.

No recogemos aquí el recorrido histórico de Josefa en busca de filósofos, teólogos, literatos y hasta algún actor cinematográfico que dejaron su impronta sobre el asunto. Eso, para especialistas y no especialistas interesados en ahondar.

Lo que sí nos interesa es esto: aunque el aburrimiento en su estadio supremo de heraldo del suicidio no respeta edad ni sexo, la autora se centra en el padecimiento de las personas mayores. El malestar psíquico de estos respetables, nacido de tres plagas que llama soledad, impotencia y aburrimiento (indisolubles), acaba somatizándose. En román paladino: los trastornos psíquicos conducen a dolencias físicas. Así que el mal se duplica.

Nada nuevo bajo el sol; es transvase conocido desde hace milenios, aunque no se formulara científicamente hasta fechas históricamente recientes. Suele decirse que el correspondiente órgano físico, al menos al principio, no está enfermo. Lo esté o no, el dolor físico es real. No son enfermos imaginarios, hipocondríacos como el célebre personaje de Molière, no son personas presas de brotes alucinatorios de sesgo psicótico.

Los males originados en el aburrimiento se elevan “exponencialmente en aquellos que se encuentran institucionalizados. Palabra alusiva a quienes viven en residencias. ¡Eureka! ¡He aquí la clave! Habría que abrir las ventanas de las residencias para que sus estancias fueran vivificadas por un aire fresco, ahora en sentido metafórico, un cambio en la rutina de algunas de ellas que mantienen unas normas embalsamadas. Y sucede que con la situación pandémica ese gris y gélido aburrimiento ha traído entre sus sombríos alerones un nuevo repunte de las dolencias asociadas. Podemos resumirlas en ausencia de ganas de seguir viviendo, abatimiento, incluso depresión.

 

La autora, en otro trabajo, nos habla de su abuelo materno, que vivió sus postreros tres meses residenciado, con harto dolor de la familia. Antes de quedar “institucionalizado” ya se habían evaporado sus dos lenitivos: mirar la calle por el balcón y empapar en brandy la boquilla de su cigarro puro.

Hemos contemplado tantas veces realizar ese ritual a parroquianos de tabernas vascas, en ocasiones muy añosos, que no obviamos el detalle, en apariencia intrascendente, pero en realidad significativo. Los mejores médicos que conocemos, por libros y en persona, son benévolos para con los pequeños placeres de sus pacientes mayores.

Precisamente porque son, a la vez, psicólogos, saben que la retirada de estímulos va conduciendo a los mayores hacia una vía muerta donde el aburrimiento y sus males asociados son como un virus que encuentra el caldo de cultivo propicio para envalentonarse. Y el resultado de este virus de la tristeza desemboca en la abandono del apetito de vivir. Pongamos como ejemplo de esta actitud tolerante a Marañón, extraordinario espeleólogo del cuerpo y de la psique humana.

Aclaramos que no hablamos de enfermos terminales receptores de cuidados paliativos, como hemos leído en este diario en los interesantes trabajos del doctor Bátiz, sino de mayores a quienes no se los debe entristecer los años más o menos cercanos a su tránsito con unas normas dietéticas y una disciplina severas.

Comenzó Josefa con un aldabonazo, y escoge este otro para terminar:

Así que cuando alguien le diga “me estoy muriendo de aburrimiento”, ponga sus cinco sentidos en prestarle atención; puede que esa persona esté pidiendo socorro.

Hay un quinto ingrediente para que el cóctel rebose mayor amargor: la demencia. Lo dejamos al margen por economía de espacio, igual que “La Alternativa Edén”, que podría no sólo rebajar ese amargor, sino endulzarlo. Pero en España está en pañales.

Si este breve artículo, despojado de aparato erudito, sirve para que personas desconocedoras de esta gris realidad abran a ella sus ojos y corazón nos sentiremos sobradamente pagados.

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