Consecuencias de la pandemia

Durante 13 años de colegio, habrán sido miles las veces que nos hemos despertado deseando no tener que ir al colegio, oyendo la lluvia cayendo en la persiana y dándonos la vuelta en la cama mientras cerrábamos los ojos esperando que mágicamente dejara de ser hora de levantarse.

Parece que el universo nos escuchó todas esas mañanas y nos está permitiendo ahora quedarnos en casa como tantas veces habíamos pedido.

Que la naturaleza se rige por equilibrios lo hemos oído siempre. Delicados equilibrios que el hombre y su capitalismo han puesto en jaque durante décadas. Ahora parece que la madre naturaleza se ha propuesto devolver la calma a sus sistemas. Nos obliga a quedarnos en casa para permitir a la atmósfera respirar como nunca.

Vacía las calles para dar a los animales la libertad de escoger por donde caminar y hasta donde llegar. Las aguas de los ríos, canales y mares se limpian. Y el cielo se despeja de las marcas blancas que dejan los aviones al pasar. Mientras, nosotros nos damos cuenta de lo que verdaderamente es importante.

Todo gira alrededor de la salud. Todo se reorganiza para mantener el sistema de salud. Se produce para donar. Ya no importa hacer dinero, aunque les quitará el sueño a muchos, pero en otro momento. Ahora hay que mantenerse vivos. Cuidar a los mayores, a los enfermos, a los más vulnerables.

Ha tenido que venir una pandemia para que nos sintamos uno, incluso en la mayor de las separaciones. Sólo en una situación de crisis somos capaces de valorar todo lo que tenemos, de reconocer nuestro privilegio y dar gracias por tanta libertad infravalorada, por la posibilidad de viajar, salir a caminar o tomar unas cervezas con los amigos entre risas y abrazos.

Nos encerramos en casa y se nos cae encima, pero tenemos tanto tiempo en nuestras manos, que reconocemos lo afortunados que somos de tener una casa en la que pasar la cuarentena. El privilegio de poder salir al jardín, tomar el aire, el sol cuando sale, y respirar un ápice de normalidad entre tanta distopía.

Y en medio del caos, del miedo y la preocupación solo nos sale dar gracias. Por haber nacido aquí, con un sistema de sanidad pública que garantiza que se hará por nosotros lo imposible si lo necesitáramos. Salimos a la ventana todos los días a agradecer a aquellos que nos sacarán de esta.

Recordamos la importancia de la ciencia, de lo público y de la unión en lo común. Vemos la solidaridad que se extiende por el país como una ola imparable. Y nos recuerda lo que nos hace país. Y es que es la unión de todos, la que hará que salgamos de esta. Trabajadoras incansables en primera línea de batalla y riesgo.

 

Empresarias que donan de lo suyo para asegurar la protección de todos los que luchan por los demás. Y del resto, que sacrificamos, sin dudar por un segundo, un pedacito de nuestra libertad para proteger al vulnerable. Nos parece que lo malo no es tan malo cuando sabemos que todos estamos volcados en lo mismo.

Aunque haya mucho que criticar y reprochar. También es decisión y responsabilidad nuestra ver lo bueno para poder aprender y sacar de esto un mundo mejor, más justo y menos contaminado. En estos momentos, diseñamos nuevas rutinas, desempolvamos viejos juegos de mesa y libros que dejamos a la mitad por culpa de las prisas que dirigían nuestras vidas antes del caos.

Aunque mirando hacia atrás no sepamos identificar cuál de las dos vidas era más caótica. Recuperamos viejas tradiciones, jugando a las cartas después de cenar; e inventamos nuevas, saliendo a la ventana a la misma hora todos los días. Y aprendemos qué significa vivir, incluso aunque nos parezca que la vida se ha parado. Pero el reloj no deja de caminar nunca.

Y ahora nos toca aprender a vivir con la calma que la pandemia nos enseña cada día. La tarea más difícil será, como siempre, reinventar y adaptar lo que aprendimos en un momento excepcional a la cotidianeidad de la vida.

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